viernes, 20 de febrero de 2009

Entre el mar y la noche


Maximiliano Basilio Cladakis

La noche es perfecta. Hace casi una hora que me encuentro echado en la arena y podría seguir así varias más. Las estrellas parecen sonreír y la luna se muestra en su plenitud, con una tonalidad anaranjada como pocas veces vi. El canto de las olas acariciando la playa es una sinfonía que parece querer envolverme en una embriagadora somnolencia. No me resisto; por el contrario, me dejo llevar por aquella arcana melodía para que mi mente se extravíe en las profundas ciénagas de Hipnos.


Me siento dichoso, imbuido en una especie de paz perpetua, sin embargo, al cabo de un rato, el sonido de unos pasos deslizándose por la arena me hace volver en mí. Una dicha distinta, más plena, más real, absoluta se apodera en este momento de mi alma. Es ella; reconozco su andar con solo oírlo. Me levanto, sacudo un poco la arena de mi ropa y me dispongo a contemplarla.


Avanza de manera lenta pero segura. Se ve hermosa, como siempre. La forma en que su cabello oscuro contrasta con la blancura de su piel es algo conmovedor, jamás me cansaré de apreciarlo. A través de un vestido rosa entreveo el contorno de un cuerpo perfecto que parece haber sido obra de la misma afrodita. Su cintura, sus piernas, sus brazos, pues, solo pueden ser comprendidos como creados por una deidad. A medida que se acerca, su sonrisa se vuelve más nítida. Sus ojos reflejan el brillo de los miles de astros que resplandecen sobre nosotros. Me doy cuenta entonces que lleva una gargantilla en el cuello. Nunca se la había visto pero me gusta en demasía. No existe objeto en el mundo que sobre su piel no se vea sublime; la menor de las bagatelas, usada por ella, se transformaría en una joya de culto.


Llega hasta mí sin decir nada, yo tampoco me atrevo a quebrar el silencio; no hacemos sino mirarnos. Se hunde en mis ojos y yo hago lo mismo en los suyos. Nos abrazamos. Ninguno de los dos puede evitar derramar algunas lágrimas. Nos mantenemos así algunos momentos pero luego ella se aparta. Retrocede unos metros para, desde la distancia, mirarme fijamente mientras se quita el vestido, dejándose, empero, el ornato que rodea su cuello. En su rostro no se vislumbra sino una entrega total, dándome a entender que todo lo que veo me pertenece. Me quedo inmóvil, estupefacto, embriagado por la emoción, por el orgullo. Los tenues rayos de la luna se abalanzan sobre sus senos deseando poseerlos; sin embargo no siento celos, sé muy bien que son solo míos.


Se recuesta en la arena. Continúo observándola unos momentos hasta que yo también me quito la ropa y voy a su lado. Me inclino sobre su cuerpo a la vez que sus piernas se abren invitándome a morar entre ellas. Me repito una y otra vez que soy el hombre más afortunado del mundo. Beso sus labios, sus mejillas, sus parpados, como si en ello se me fuera la vida. El latido de nuestros corazones se va acelerando a cada instante y nuestros suspiros se van convirtiendo en ahogados gemidos. Penetro en lo más íntimo de su feminidad en tanto ella penetra en lo más íntimo de mi masculinidad. Nos volvemos un mismo ser. Agonizamos, incluso, en el mismo instante.


Unos minutos después ella apoya su cabeza sobre mi pecho y toma mi mano. La satisfacción del deseo no quebró nuestra unión sino todo lo contrario. Acaricio su cabello mientras ambos contemplamos el firmamento. El infinito nos observa y nosotros lo observamos a él. La luna da la impresión de brillar cada vez con mayor intensidad como si al vernos sus fuerzas aumentaran. Se que ella se encuentra conmovida; lo noto en la manera en que aprieta mi mano más apasionadamente. De repente, oigo su voz por primera vez en lo que va de la noche. Entona un antiguo himno que nunca antes había escuchado.


La canción es en griego arcaico. Si bien es muy poco lo que comprendo de esa lengua me doy cuenta que está dirigida a la luna. Sin embargo esta no aparece bajo dicho nombre ni tampoco es presentada como un estéril cuerpo que orbita alrededor de la Tierra debido a una absurda ley de gravedad. Melodías y palabras retratan a una diosa viva que vela por sus adoradores, que da cobijo en las noches de desesperanza, que une a los amantes en la distancia. La belleza que irradian es inigualable. Aún sin comprender todos lo vocablos tengo una visión exacta de lo que se narra. Por momentos, incluso, me parece estar viajando hacia aquellas edades pretéritas mucho más nobles que las actuales. Ambos vestimos largas túnicas blancas. Un coro de nereidas nos rodea mientras reposamos a orillas del Egeo. No la luna, sino Selene nos cuida desde su trono, en lo alto del cielo. Bajo su amparo reinamos eternamente sobre centauros, ninfas, faunos. El tiempo es presente continuo, una noche continua, en la que ni por un segundo nos separamos.


Las horas transcurren, ella prosigue su canto y yo la escucho hipnotizado como Odiseo a las sirenas, con la diferencia que, en vez de la condena, su voz porta la redención, el mágico elixir que dota de sentido a ese gigantesco sin sentido que llamamos vida. Tengo la absoluta certeza de que la felicidad no es sino esto.


Cuando desde el horizonte comienza a vislumbrarse la aurora, su cantar se detiene. La luna inicia un lento desvanecimiento volviéndose a cada momento más lejana, menos visible. Ella voltea la cabeza para mirarme a los ojos y noto en ellos la misma tristeza que ensombrece mi corazón. Me percato que, al igual que yo, realiza esfuerzos titánicos para no llorar. Se pone de pie y vuelve a vestirse. Yo sigo recostado sin dejar de observarla. Ella se queda un rato mirando hacia el lejano este, de espaldas a mí. El sol está a punto de asomarse. Siento un terrible dolor desplegarse en mi pecho.


Las voces de la ciudad empiezan a dejarse oír detrás de nosotros. Los astros se van extinguiendo al tiempo que el cielo va perdiendo su oscuridad. Un azul que se anuncia de tono pastel va expulsando las tinieblas de manera triunfante. Todo se vuelve más claro, todo adquiere un movimiento hasta entonces ausente. Un sordo bramido que no es el de la naturaleza penetra en mis oídos lacerando mi espíritu con una crueldad implacable.


Ella regresa hacia donde yo me hallo. Se agacha y me mira a los ojos. Tengo miedo, no me atrevo de enfrentarme a sus ojos, bajo la cabeza. Toma mi rostro con suavidad para levantarlo. Entonces reúno todo mi valor para poder mirarla sin quebrarme.


- Recuerda que siempre estaremos juntos. No hay nada que pueda separarnos. Yo soy tu sueño, tú eres el mío- Me dice hablando con una convicción tal que incluso el mayor de los héroes envidiaría.


Luego me besa y nuevamente se levanta. Me gustaría decir algo pero sé que con apenas abrir la boca me echaría a llorar como un niño. Se encamina hacía el mar con la frente en alto, aceptando el destino estoicamente. Cada paso que da es una puñalada que se clava sobre mi corazón, cada metro que se aleja es un metro que más próximo estoy de la muerte.


Finalmente, al verla desaparecer entre las olas las lágrimas inundan mis mejillas.


- Ella es mi sueño, yo soy el suyo- me voy repitiendo mientras me marcho de la playa y maldigo cada segundo en que estamos separados.

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