miércoles, 9 de diciembre de 2009

El demonio


Maximiliano Basilio Cladakis

La película había terminado hacía rato. Matías ya se había encargado de rebobinar la cinta y de guardarla en su estuche. No tenía nada que hacer. Además, ya era tarde, más de las doce y media. Si bien al día siguiente no tenía que ir al colegio, no era habitual en él acostarse a esa hora. Sin embargo, seguía dando vueltas por la cocina. Giraba en torno a la mesa, se sentaba en una silla, luego se paraba, tomaba entre sus manos el muñeco de capa azul, imaginaba alguna aventura, luego lo soltaba, y así de nuevo, una y otra vez. De tanto en tanto, echaba una mirada de soslayo hacia la ventana de la puerta que daba al patio. Acto seguido, verificaba que el pasador estuviese correctamente trabado. El patio le encantaba de día. No era muy grande, pero las macetas y el pequeño jardín eran idóneos para que los soldados de plástico realizasen sus campañas. Sin embargo, a la noche, se le volvía un lugar terrorífico. Las plantas y macetas se convertían en sombras que muchas veces conformaban siluetas de apariencia fantasmal. El limonero adquiría un aspecto escalofriante, como si se tratase de un ser de otro mundo cuyos nudosos brazos podrían abalanzarse en cualquier momento sobre una persona. Con todo, lo que menos le gustaba era la escalera que daba a la terraza y la entrada al garaje, la cual no poseía puerta. Esos huecos eran como aperturas a un lugar que escapaba de su visión, un lugar de absoluta oscuridad, donde cualquier cosa podía estar escondiéndose. Sin lugar a dudas, hubiera preferido que una pared cerrase todo, que no hubiese nada que no se pudiera ver.

Esa noche, sus padres se habían acostado temprano. En las últimas semanas, la venta de autos había crecido bastante. Matías no sabía bien como interpretar eso, ya que, por momentos, sus padres parecían alegres, hablaban de las cosas que comprarían, de los cambios que realizarían sus vidas. Pero, por otros, se los notaba cansados y fastidiados; solían decir que el porcentaje de las comisiones era una miseria y que, de seguir así, habría que buscar otro trabajo a la vez que iniciar un juicio por los años “en negro”. A Matías lo confundía mucho esa ambigüedad. Las palabras de sus padres penetraban en él y se cristalizaban en una sustancia cuya consistencia era tan irrevocable como la del acero. Cada afirmación, incluso el juicio más mínimo hecho al pasar, se convertía en una sentencia absoluta, total, eterna. Los cambios de opinión, para Matías, representaban una crisis colosal. Tenía la sensación de que los cimientos del mundo se derrumbaban y que naufragaba en medio de un mar embravecido. Era habitual, por ejemplo, que su madre llegara de visitar a la tía Norma y comenzara a hablar de lo mal que esta tenía a la abuela, de cómo, de seguro, gastaba la pensión de viudez para mantener al vago que tenía por marido mientras que la “pobre vieja” se veía privada de cosas tan básicas como una dentadura decente. Al oír el tono indignado de su madre, al percibir el enojo justificado de sus palabras, la tía Norma se convertía, para Matías, en un ser abominable que merecía todo su odio. Sin embargo, había veces en que su madre volvía y hablaba de la tía Norma como de una victima de los caprichos y de la maldad de la abuela. “Pobre Norma, la vieja es muy jodida”, le escuchó decir más de una vez. Cuando ocurrían estas cosas, como también cuando sus padres discutían entre sí, Matías intentaba encontrar un sentido oculto a las palabras, algo que, debido a su edad se le debía estar escapando. Se esforzaba por descifrar aquello que subyacía a la aparente contradicción, hasta tal punto de pasar horas enteras en ello. Sin embargo, la mayoría de las veces estos esfuerzos concluían en el fracaso, dejando únicamente una sensación de malestar en el pecho.

Lentamente, Matías fue decidiendo irse a acostar. Afuera había comenzado a llover, se oía el viento soplando con fuerza y, de tanto en tanto, un trueno quebraba el silencio de la noche. Con gran meticulosidad, comenzó a llevar a cabo cada una de las tareas que siempre realizaba cuando era él el último en irse a dormir. Destrabó y trabó el pasador tres veces, hizo lo mismo con la llave de la puerta que daba al patio, apagó la hornalla de la cocina, tomó una silla a la que se subió para llegar a la llave de gas y poder cerrarla y luego acomodó las sillas alrededor de la mesa con la mayor simetría posible. Iba a apagar la televisión pero se detuvo al darse cuenta que faltaba algo. Abrió la puerta que daba al comedor y se dirigió hacia el pie de las escaleras que llevaban a la planta superior. Encendió las lámparas que se alzaban sobre estas y volvió a la cocina. Entonces sí, apagó la televisión y luego la luz de la cocina. Instantáneamente, se echó a correr por las escaleras, resistiendo la tentación de mirar hacia atrás.

Cuando llegó a su habitación encendió la luz y cerró la puerta. Fue hasta la cama y sentado sobre ella se puso la ropa de dormir. Aún con la puerta cerrada, llegaban hasta él los ronquidos de su padre. Por lo general, no escuchaba los de su madre, o bien, porque ella no roncaba, o bien porque, si lo hacía, su padre lo hacía tan fuerte que la tapaba. Desde hacía un tiempo, estos eran los únicos ronquidos que oía, pero, igualmente, todavía recordaba los de su abuela Olga, la madre de su padre. Aunque no recordaba solamente los ronquidos sino también las palabras incomprensible que decía en medio de la noche. A veces la abuela también se echaba a reír, otras veces lloraba. Durante el día solía estar callada, sólo pronunciaba algún que otro comentario o se quejaba de algún dolor. Era a la noche cuando ocurría lo otro. Matías al principio pensó que se trataba de fantasmas con los que su abuela entraba en contacto, pero luego escuchó a sus padres hablar de internación, de asilos, de salud mental, de un mal del cual no recordaba el nombre pero que parecía ser algo terrible. “La abuela está loca”, se decía a sí mismo, aunque sin comprender bien que significaba eso. La locura era, pues, otra “ambigüedad”. Por momentos, sus padres le adjudicaban a alguien el estatus de “loco” con una sonrisa en sus rostros, como si fuera algo bueno, pero, otras veces, en cambio, la palabra adquiría un significado opuesto, casi como un insulto.

Con el tiempo, lo que eran susurros se fueron transformando en gritos. Su padre se levantaba en medio de la noche, iba hasta la habitación de la abuela y se quedaba un rato con ella hasta que los gritos cesaran. Por esa época, las discusiones fueron aumentando. Matías veía a su madre llorar y la escuchaba diciéndole a su padre que no podían seguir así, que ya no aguantaba más. Incluso, lo mencionaba a él y acusaba a su marido de que todo esto trastornaría a su hijo ya que un niño no podía vivir en una situación así. Finalmente, la abuela se fue. A él le dijeron que la habían llevado a una casa linda, con un jardín grande y lleno de árboles, donde estaría junto a gente de su edad con la que se divertiría mucho. Una vez, Matías había ido con sus padres a visitarla. La abuela estaba sentada en un sillón en medio de algo parecido a un comedor gigante. No habló ni por un momento, sólo miraba la televisión, absorta en la noticias del día. Matías notaba como caía un hilo de baba por la comisura izquierda de sus labios. Cuando su padre se percató, hizo una broma que la abuela no pareció escuchar y la limpió con un pañuelo. A Matías ese sitio lo asustaba y quería irse cuanto antes. Rostros pálidos y demacrados, miradas perdidas en un punto fijo, cuerpos famélicos y arrugados que caminaban, apoyados en bastones, a paso lento, reclinados hacia delante mientras sus espaldas se contorsionaban conformando una joroba deforme. El fin de semana anterior, había visto una película sobre unos muertos que se levantaban de sus tumbas para devorar carne humana. Estas personas se parecían mucho a los seres monstruosos de la película, y, por un instante, temió que se arrojasen sobre él para devorarlo.

La lluvia se comenzó a transformarse en tormenta. Matías abrió la cama y se metió entre las sabanas. Había decidió dejar la luz encendida. El viento aullaba en la calle y por la ventana de la habitación podía verse cómo se sacudían las copas de los árboles. En el techo comenzó a formarse una mancha de humedad que siempre aparecía en los días de lluvia. Cada vez adquiría una forma distinta. A veces se asemejaba a la figura de una mujer, otras a un perro, otras al rostro de un anciano barbudo, otras no se asemejaban a nada que existiese en el mundo. Matías solía mirarla con atención, deteniéndose hasta en sus menores detalles. Esta vez, la mancha adquiría una forma que hasta entonces no había visto. Se trataba de un óvalo de contornos marrones. Dentro de este óvalo, por su parte, se podían entrever salpicaduras y trazos desparejos. A primera vista, podía pensarse que se trataba de un caos informe. Sin embargo, si se prestaba atención, se veían claramente los agujeros de los ojos y de la boca, el contorno de una nariz aguileña, unos pómulos salientes y agudos, incluso podía notarse la manera en que el trazo marrón se espesaba alrededor de la boca formando una tupida barba. Fuera del óvalo, arriba de los ojos, dos cuernos de contornos perfectos terminaban de constituir la forma de la figura.

Matías se quedó mirando fijamente el rostro del demonio por un largo rato. Se dio cuenta que, si bien era la primera vez que lo veía, no sería la última. Por el contrario, estaría con él hasta la muerte y sabía que nada podría hacer para evitarlo. Entonces se mordió con fuerza el labio inferior mientras un sabor salado se adueñaba de su paladar.

lunes, 30 de noviembre de 2009

¿Qué pasó con Mosca?


Un homenaje a El Eternauta

Julio Paz
Maximiliano Cladakis

Ya era de noche. Hacia más de una hora que estaba solo en el consultorio. La pobre Mariana me había ofrecido quedarse un rato más; pero me negué y la mandé para la casa. No había mucho que una secretaria pudiera hacer; era yo el que debía terminar de ordenar los estudios. Además, estaba muy cansada, se le notaba tanto en la mirada como en el tono de voz. No era para menos, llevaba haciendo horas extras casi un mes. Yo también notaba el desgaste. Había mucho trabajo. La ola de frío que azotaba Buenos Aires estaba causando estragos y las obras sociales derivaban gente a los consultorios privados. Venían en aluviones. Además del frío, la paranoia generada por la epidemia de gripe hacía que las personas realizasen consultas médicas por sólo dos estornudos. Si bien el beneficio económico era importante, me encontraba sumamente agotado. Por otra parte, también estaban Adriana y Romi. No pasaba el tiempo suficiente con ellas. El día anterior, con Adriana, habíamos cumplido ocho años de casados y apenas pudimos tomar una copa de vino antes de que quedara, más que dormido, casi muerto en el living.

Alrededor de las nueve y media, me levanté de la silla y caminé por la habitación. Sentía la necesidad imperiosa de estirar un poco las piernas. Di un par de vueltas alrededor del escritorio y la camilla; luego me detuve frente a la única ventana del cuarto. A unas cuadras se encontraba la Avenida Rivadavia. El consultorio estaba en un noveno piso; desde aquella altura solía ver el transitar ininterrumpido de colectivos, autos y peatones. Fuera la hora que fuera, día de semana, sábado, domingo, feriado, siempre había gente. Pero no entonces. Salvo algún ´53 o 133, o algún taxi solitario, no había nadie. El frío y la gripe, habían transformado la Paris de Latinoamérica en un desierto. Volví a tomar asiento, quería terminar lo antes posible y regresar a casa.

Habría pasado una media hora. Me hallaba examinando los valores de un exudado de fauces, cuando, repentinamente, un destello de luz brilló frente a mí. Solté los papeles y miré hacía el lado opuesto del escritorio. El contorno de una figura humana comenzaba a perfilarse en la silla donde solían sentarse los pacientes. Me froté los ojos, creyendo, por un segundo, que se trataba de una visión causada por el estrés. Sin embargo, mi creencia era infundada. Cuando volví a mirar, la figura seguía ahí, pero ya no se trataba de un contorno informe, sino que, por el contrario, se había materializado en una figura concreta.

Me quedé en silencio, incapaz de pronunciar palabra alguna e incapaz, también, de realizar el más mínimo movimiento. La situación se asemejaba a la escena de una película de terror o ciencia ficción. Un hombre, surgido de la nada, se encontraba frente a mí. Además, parecía tratarse de un demente. Agitaba los brazos como si quisiera apresar el aire mientras movía la cabeza hacía todas partes lanzando chillidos incomprensibles Hice un esfuerzo por salir del estupor. Me levanté de la silla y, sólo entonces, pareció percatarse de mi existencia.

- ¿Dónde estoy?- preguntó con la voz entrecortada.

No respondí su pregunta. Nuevamente miró hacia todas partes con una expresión de terror atravesando su rostro de punta a punta. Su vista pasaba vertiginosamente del techo al suelo, del suelo a las paredes, y así varias veces. Se levantó, de súbito, de la silla y comenzó a gritar de manera desesperada. Arrojó al suelo las cosas que había sobre el escritorio, carpetas, historias clínicas, una lámpara y un portarretratos con la foto de Adriana y Romi. Yo me eché hacia atrás y casi me fui al piso al tropezar con mi silla. Unos segundos después, dejó de gritar, apoyó sus manos sobre el escritorio, con la cabeza gacha y respirando en forma agitada. Volvió a preguntarme donde estaba, a lo que esta vez agregó querer saber en que año nos encontrábamos. Esta vez le respondí.

- Estamos en Buenos Aires, es el año 2009 - dije.

Al escuchar mis palabras, me miró con aire extrañado. Se quedó un momento en silencio, pensativo. Entonces lo observé con mayor atención. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, delgado y de aspecto débil. Llevaba la barba a medio crecer, debajo de sus gafas asomaban unas profundas ojeras que evidenciaban un cansancio extremo. La ropa que vestía, además de encontrarse sucia y hecha jirones, parecía sacada de una película de los años ´50 o ´60: una bufanda negra, una cazadora que le llegaba a los muslos, mocasines parecidos a los que usaba mi padre en las fotos de su juventud.

Volvió a gritar. Luego, se arrojó sobre el escritorio y me tomó fuertemente de los hombros. Decía cosas incomprensibles. Quería saber que había pasado con la “Invasión”. De manera caótica nombraba a los “manos”, a los “Ellos”, a la “nevada mortal”. No tuve dudas que se trataba de un demente. Quise librarme de sus manos, pero era más fuerte de lo que parecía a simple vista. Me apretaba de tal manera que sentí mis músculos deshacerse bajo sus dedos.

- ¡Basta! ¡Usted está loco! ¡Está hablando de una historieta! ¡No hubo ninguna invasión! ¡Suélteme! – Grité y él, finalmente, me soltó.

Me apoyé contra la pared y me froté los hombros con las manos. Él retrocedió unos pasos, hasta la camilla. Se sentó en ella. Estaba aturdido. Ocultó el rostro entre las manos y me dio la impresión de que estaba llorando. Al verlo de esa manera, el temor fue cediendo a la compasión. No se bien porqué pero tuve, en ese momento, la certeza de que no se trataba de un sujeto peligroso. Acomodé mi camisa y fui a su lado.

Continuaba hablando sobre la “Invasión”, decía que, hasta hacía unos minutos, se encontraba en 1957 y que no comprendía porqué, de repente, se vio a más de cincuenta años en el futuro. Comencé a hablarle con la intención de calmarlo. Le dije que lo ayudaría, que tenía psiquiatras amigos y que, con el tratamiento adecuado, volvería a estar bien. La “Invasión”, los “Ellos”, los “manos”, no eran más que el fruto del genio de Oesterheld. Le confesé que había leído la historieta de niño y que me había impactado mucho. Le conté, también, la manera en que jugaba a ser Juan Salvo, la forma en que me imaginaba recorriendo la Buenos Aires cubierta por la nieve mortal, equipado con el traje de buzo, y preparado para enfrentar cualquier peligro, tanto si se trataba de algún otro sobreviviente deseoso de robar las provisiones de mi grupo, como si se trataba de los “cascarudos gigantes”.

Volvió la vista hacia mí.

- ¿Una historieta? No entiendo lo está diciendo- dijo- Yo estuve ahí. Estuve con Salvo y los demás. Mi tarea era documentar lo que pasaba, dejar asentado para la posteridad los detalles de nuestra lucha. Claro, siempre y cuando hubiese una posteridad. Al principio estaba seguro de ello, luego ya no. Yo estuve ahí- repitió- En la batalla de la cancha de River, en la del Congreso. Vi el mundo destruido, la nevada mortal, las calles cubiertas de cadáveres, la esclavitud de los “Manos”. Vi todo… ¡todo!

Volvió a guardar silencio. Bajó la mirada y la clavó en sus manos. Me di cuenta, entonces, que ese hombre creía ser “Mosca”, el frustrado historiador que aparecía en la historieta. Por primera vez, me atreví a tocarlo. Palmeé su espalda a la vez que me sentaba a su lado. Intenté que volviese a la realidad.

- Escúcheme… Mosca era un personaje de la historieta. Miré, si usted fuese ese personaje, no podría estar acá. En la historieta, a Mosca lo habían convertido en uno de los hombres robots ¿Recuerda?

- Dice eso porqué no sabe lo que pasó después- respondió sin dejar de mirarse las manos- Es cierto que me habían capturado y que me obligaron a empuñar un fusil cuya culata tenía el teledirector, ese aparato que usaban los “manos” para controlarnos. Pero lo que ocurrió más tarde fue que, sorpresivamente, a todos los que fuimos convertidos en hombres robots, nos sacaron ese aparato; porque los verdaderos objetivos de esa supuesta invasión eran otros… Recuerdo que ya nos habían sacado el teledirector y nos estaban haciendo experimentos. Fue en una de esas ocasiones, cuando junté valor y pude escaparme. Y al entrar a la astronave moví al azar varias palancas. En ese momento, todo comenzó a distorsionarse a mi alrededor y después aparecí aquí

Hizo una pausa y me miró nuevamente.

- ¿Sabe que buscaban los “Ellos”?- continúo- En todo momento nos ponían a prueba porque querían procrear. La nevada, los cascarudos, los gurbos, no eran otra cosa que pruebas. Evaluaban qué raza era la óptima para formar una nueva raza de “Ellos”. Éramos sus conejitos de indias.

Guardé silenció. Por más que intenté disimularlo, mi rostro habrá expresado tanto mi incredulidad y mi idea sobre su locura que él se percató de mis pensamientos.

- Sé que no me cree. Lo puedo ver en su mirada. Piensa que estoy loco. Sin embargo, ¿Cómo es posible que haya aparecido en este consultorio, frente a usted, así, de la nada? Otra cosa… mire…

Se levantó las mangas de la cazadora y me mostró los brazos. Eran normales, no había nada extraño en ellos. Sin embargo, él los mostraba como si fueran portadores de una maldición indecible.

- Pero todavía no le conté lo peor- volvió a hablar mientras se bajaba las mangas de la cazadora - ¿Quiere saber de quienes descienden los “Ellos”? Un escritor norteamericano de cuentos de terror del 1900, admirador de Poe, conocía a esos seres…Yo los vi y escuché sus voces…. eran unos sonidos guturales e inhumanos…decían algo así como “tekeli-li”…

Al pronunciar esa última e ininteligible palabra se echó a llorar. Una vez más, presa del horror, miró sus manos y brazos.

- ¡No puedo vivir con todo esto! ¡No lo soporto más!- gritó.
Mi profesión me había enseñado a lidiar con la enfermedad y hasta con la muerte de las demás personas; sin embargo, la locura siempre me afectó. Más de una vez, afirmé que jamás podría haber sido siquiatra. Al ver a ese hombre estallar en llanto, victima de una locura probablemente incurable, no pude evitar convulsionarme. Quería hacer que se calmara, pero no sabía cómo. Me sentía absolutamente impotente.

Apoyé mi mano en su hombro pero él me la quitó con un gesto brusco e instintivo. Se paró frente a mí.

- ¡No puedo vivir con todo esto! ¡No lo soporto más!- gritó nuevamente.

- ¡No es una historieta! ¡Ojala lo fuera! ¡Lo que pasó en mi realidad también puede pasar en la suya! ¡Los “Ellos” están en todas partes!
Apenas terminó de pronunciar esas palabras miró hacia la ventana. Adiviné su intención, pero fue demasiado tarde. Cuando me levanté, ya se había arrojado por ella haciendo estallar los vidrios por todas partes.

Al cabo de unos minutos llegó la policía. Me tomaron declaración, pero no creyeron lo que dije acerca de la inexplicable aparición de ese hombre. Dijeron que me encontraba en estado de shock por la irrupción de un psicótico en mi consultorio. En cierta medida, me convencí de que tenían razón. A eso habría que sumarle el estrés producido por el exceso de trabajo. Cansancio y miedo, eso es lo que había pasado. La teletransportación sólo existe en las historietas de ciencia ficción. Si mi mente me estaba jugando una mala pasada, debía tomarme unos días de descanso. Creí que eso era lo que me hacía falta, estar en casa, con Adriana y con Romi, disfrutar de mi familia como cualquier otro hombre. Así fue. Si bien por momentos recordaba con escalofríos lo que había ocurrido, sólo era por unos minutos. Escuchar las risas de mis dos amores me devolvía a la realidad, una realidad donde no había invasiones extraterrestres ni locuras de ese tipo. La ola de frío continuó y los muertos por la epidemia de gripe se contaban por miles; sin embargo no me importaba. Sólo me importaba volver a estar bien.

Así fue, dije, pero sólo por una semana. Tenía un colega amigo que trabajaba en la morgue al cual le pedí un favor. Le había pedido que sacara unas radiografías de las manos y brazos del demente que se creía Mosca y hoy a la tarde me las entregó. Recién ahora, mientras ellas duermen, me atrevo a verlas. Jamás me topé con algo así en mi vida, es inhumano, antinatural, la broma grotesca de un dios demente. Las radiografías muestran una enorme cantidad de pequeñas formaciones óseas que recorren los costados de la mano y del brazo. Son como pequeños dedos en formación que emergen por centenares. Siento que el mundo se vuelve una pesadilla, quiero salir a la calle, huir hacia cualquier sitio, evitar perder la cordura.

Pero, cuando abro la puerta de calle, me doy cuenta, con horror, que ha comenzado a nevar.













lunes, 15 de junio de 2009

Al Che



Maximiliano Basilio Cladakis

Acordes latinos.
Voces populares.
Tu foto. Tu mítica foto.
Y la mirada clavada en el horizonte.

La Vida en vos fue más Vida.
Por las venas no corrió sólo sangre.
Valor. Sacrificio. Coraje.
Y Amor. Sobre todo Amor.
Que dotó de sentido a este gigantesco Sinsentido.

¡Sí, tu amor!
Tu amor absoluto y avasallante
Fue lo que nos hizo hombres.

Tomaste tu fusil
Y nosotros tomamos los nuestros.
Te seguimos hacia selvas de justicia.
Hacia desiertos de libertad.
Cruzamos arroyos. Trepamos a los montes.
Y cada batalla nos acercaba más al Edén.


Pero te mataron.
Como después nos mataron a todos.
Los asesinos. Los traidores. Las bestias.
Lanzaron su odio contra nosotros.
Y no tuvieron piedad.

Las bestias jamás tienen piedad.

Te mataron.
Nos mataron.
Y dijeron que estábamos equivocados.
Se rieron mucho.
Festejaron en banquetes voluptuosos.
“La Historia había llegado a su fin” dijeron.

Te mataron.
Nos mataron.
O al menos eso creyeron.
Porque estaban las Madres,
Estaban las Abuelas.
Después vinieron los HIJOS.
Los de acá y los del exilio.
Y estaba el Pueblo.
El Pueblo al que se lo puede pisotear y engañar
Pero que siempre despierta.

No. No te mataron, ni nos mataron.
America fue golpeada, humillada, violada.
Pero América se volvió a levantar.
Nuestra America. No la otra.
La America por la que vos luchaste.
No la de las Bestias.

Mirá a Venezuela.
A Bolivia.
A Ecuador.
Al Salvador.
A la Argentina.
A tu Argentina.
Que tanto amaste.
Nuevamente llevan en alto tus banderas.
Y esta vez no nos van a ganar.

Las bestias nunca más nos van a ganar.

Amigo, hermano, padre, compañero, maestro.
El Destino es nuestro.
Tuyo, mío, de nosotros.
Y tu luz nos guiará hasta el final.






martes, 24 de marzo de 2009

Patria (24 de marzo de 2009)


Natalia Paola Manzano

No es mi patria
la de panem et circenses
la de quienes solo se aterran
si se mata a quien tiene dinero
y desconocen a los muertos ajenos.

Es mi patria
la de quienes saben
que hoy se cumplen los años de Cristo
y ya ha de bajarse la cruz.
Iustitia hic et nunc:
más que los pútridos muertos vivientes
siempre podrán los Vivos.

viernes, 20 de febrero de 2009

Entre el mar y la noche


Maximiliano Basilio Cladakis

La noche es perfecta. Hace casi una hora que me encuentro echado en la arena y podría seguir así varias más. Las estrellas parecen sonreír y la luna se muestra en su plenitud, con una tonalidad anaranjada como pocas veces vi. El canto de las olas acariciando la playa es una sinfonía que parece querer envolverme en una embriagadora somnolencia. No me resisto; por el contrario, me dejo llevar por aquella arcana melodía para que mi mente se extravíe en las profundas ciénagas de Hipnos.


Me siento dichoso, imbuido en una especie de paz perpetua, sin embargo, al cabo de un rato, el sonido de unos pasos deslizándose por la arena me hace volver en mí. Una dicha distinta, más plena, más real, absoluta se apodera en este momento de mi alma. Es ella; reconozco su andar con solo oírlo. Me levanto, sacudo un poco la arena de mi ropa y me dispongo a contemplarla.


Avanza de manera lenta pero segura. Se ve hermosa, como siempre. La forma en que su cabello oscuro contrasta con la blancura de su piel es algo conmovedor, jamás me cansaré de apreciarlo. A través de un vestido rosa entreveo el contorno de un cuerpo perfecto que parece haber sido obra de la misma afrodita. Su cintura, sus piernas, sus brazos, pues, solo pueden ser comprendidos como creados por una deidad. A medida que se acerca, su sonrisa se vuelve más nítida. Sus ojos reflejan el brillo de los miles de astros que resplandecen sobre nosotros. Me doy cuenta entonces que lleva una gargantilla en el cuello. Nunca se la había visto pero me gusta en demasía. No existe objeto en el mundo que sobre su piel no se vea sublime; la menor de las bagatelas, usada por ella, se transformaría en una joya de culto.


Llega hasta mí sin decir nada, yo tampoco me atrevo a quebrar el silencio; no hacemos sino mirarnos. Se hunde en mis ojos y yo hago lo mismo en los suyos. Nos abrazamos. Ninguno de los dos puede evitar derramar algunas lágrimas. Nos mantenemos así algunos momentos pero luego ella se aparta. Retrocede unos metros para, desde la distancia, mirarme fijamente mientras se quita el vestido, dejándose, empero, el ornato que rodea su cuello. En su rostro no se vislumbra sino una entrega total, dándome a entender que todo lo que veo me pertenece. Me quedo inmóvil, estupefacto, embriagado por la emoción, por el orgullo. Los tenues rayos de la luna se abalanzan sobre sus senos deseando poseerlos; sin embargo no siento celos, sé muy bien que son solo míos.


Se recuesta en la arena. Continúo observándola unos momentos hasta que yo también me quito la ropa y voy a su lado. Me inclino sobre su cuerpo a la vez que sus piernas se abren invitándome a morar entre ellas. Me repito una y otra vez que soy el hombre más afortunado del mundo. Beso sus labios, sus mejillas, sus parpados, como si en ello se me fuera la vida. El latido de nuestros corazones se va acelerando a cada instante y nuestros suspiros se van convirtiendo en ahogados gemidos. Penetro en lo más íntimo de su feminidad en tanto ella penetra en lo más íntimo de mi masculinidad. Nos volvemos un mismo ser. Agonizamos, incluso, en el mismo instante.


Unos minutos después ella apoya su cabeza sobre mi pecho y toma mi mano. La satisfacción del deseo no quebró nuestra unión sino todo lo contrario. Acaricio su cabello mientras ambos contemplamos el firmamento. El infinito nos observa y nosotros lo observamos a él. La luna da la impresión de brillar cada vez con mayor intensidad como si al vernos sus fuerzas aumentaran. Se que ella se encuentra conmovida; lo noto en la manera en que aprieta mi mano más apasionadamente. De repente, oigo su voz por primera vez en lo que va de la noche. Entona un antiguo himno que nunca antes había escuchado.


La canción es en griego arcaico. Si bien es muy poco lo que comprendo de esa lengua me doy cuenta que está dirigida a la luna. Sin embargo esta no aparece bajo dicho nombre ni tampoco es presentada como un estéril cuerpo que orbita alrededor de la Tierra debido a una absurda ley de gravedad. Melodías y palabras retratan a una diosa viva que vela por sus adoradores, que da cobijo en las noches de desesperanza, que une a los amantes en la distancia. La belleza que irradian es inigualable. Aún sin comprender todos lo vocablos tengo una visión exacta de lo que se narra. Por momentos, incluso, me parece estar viajando hacia aquellas edades pretéritas mucho más nobles que las actuales. Ambos vestimos largas túnicas blancas. Un coro de nereidas nos rodea mientras reposamos a orillas del Egeo. No la luna, sino Selene nos cuida desde su trono, en lo alto del cielo. Bajo su amparo reinamos eternamente sobre centauros, ninfas, faunos. El tiempo es presente continuo, una noche continua, en la que ni por un segundo nos separamos.


Las horas transcurren, ella prosigue su canto y yo la escucho hipnotizado como Odiseo a las sirenas, con la diferencia que, en vez de la condena, su voz porta la redención, el mágico elixir que dota de sentido a ese gigantesco sin sentido que llamamos vida. Tengo la absoluta certeza de que la felicidad no es sino esto.


Cuando desde el horizonte comienza a vislumbrarse la aurora, su cantar se detiene. La luna inicia un lento desvanecimiento volviéndose a cada momento más lejana, menos visible. Ella voltea la cabeza para mirarme a los ojos y noto en ellos la misma tristeza que ensombrece mi corazón. Me percato que, al igual que yo, realiza esfuerzos titánicos para no llorar. Se pone de pie y vuelve a vestirse. Yo sigo recostado sin dejar de observarla. Ella se queda un rato mirando hacia el lejano este, de espaldas a mí. El sol está a punto de asomarse. Siento un terrible dolor desplegarse en mi pecho.


Las voces de la ciudad empiezan a dejarse oír detrás de nosotros. Los astros se van extinguiendo al tiempo que el cielo va perdiendo su oscuridad. Un azul que se anuncia de tono pastel va expulsando las tinieblas de manera triunfante. Todo se vuelve más claro, todo adquiere un movimiento hasta entonces ausente. Un sordo bramido que no es el de la naturaleza penetra en mis oídos lacerando mi espíritu con una crueldad implacable.


Ella regresa hacia donde yo me hallo. Se agacha y me mira a los ojos. Tengo miedo, no me atrevo de enfrentarme a sus ojos, bajo la cabeza. Toma mi rostro con suavidad para levantarlo. Entonces reúno todo mi valor para poder mirarla sin quebrarme.


- Recuerda que siempre estaremos juntos. No hay nada que pueda separarnos. Yo soy tu sueño, tú eres el mío- Me dice hablando con una convicción tal que incluso el mayor de los héroes envidiaría.


Luego me besa y nuevamente se levanta. Me gustaría decir algo pero sé que con apenas abrir la boca me echaría a llorar como un niño. Se encamina hacía el mar con la frente en alto, aceptando el destino estoicamente. Cada paso que da es una puñalada que se clava sobre mi corazón, cada metro que se aleja es un metro que más próximo estoy de la muerte.


Finalmente, al verla desaparecer entre las olas las lágrimas inundan mis mejillas.


- Ella es mi sueño, yo soy el suyo- me voy repitiendo mientras me marcho de la playa y maldigo cada segundo en que estamos separados.

Pasa el tiempo...


Maximiliano Basilio Cladakis

Pasa el tiempo,
envejece la carne
mas tu recuerdo
sobre un herido pecho
permanece de pie.

Lejos
los días quedan
donde fluía
aquél bendito manantial.
Aguas maravillosas
corriendo libres
através de la vida.

Sangre de mi alma,
estrella de halo mágico,
el lúgubre otoño
ha puesto fin
a miles de quimeras.

En las noches
gime el terrible dolor
y canta el silencio
su último himno,
mientras desfallezco,
cansado,
de fuerzas exento,
abrazado a tu cruz.

Aquel ángel



Maximiliano Basilio Cladakis

Ante mis ojos una virgen se eleva con excelsa beatitud. Firme e impasible, verla me hace detener frente a una escena que siempre intento evitar pero que hoy me cautiva hipnóticamente.

La joven alzase, majestuosa, por encima de una enardecida multitud y puedo jurar que nunca vi tanta belleza reunida en un ser como la que su visión ofrece ahora. Tanta es que ni los harapos que viste ni las sangrantes heridas grabadas sobre su piel pueden opacarla en lo más mínimo. Sin embargo no es esto lo que más me fascina en esta doncella condenada, sino la dignidad con que sobrelleva su funesta situación. Escupida e injuriada, acribillada por torrentes de piedras y frutas podridas, mantiene la frente alta en un acto de estoicismo que incluso el más estoico de los estoicos envidiaría.

Su mirada recorre los rostros de la multitud que la rodea. Lo hace con indiferencia, con apatía, restándole importancia a esos seres colmados de odio y resentimiento. Hasta que se encuentra con la mía y en ese instante nuestras almas se unen en una extraña congregación.

Mágicamente me veo en ella y ella así se ve en mí. Nuestras vidas, nuestras historias y tragedias, son las mismas. Yo soy ella, ella es yo. Ambos somos herejes en un mundo enfermo, lo comprendemos al observarnos y al oír los rugidos de la piara sedienta de sangre. Instantáneamente un súbito furor se apodera de mi espíritu y tomo la desición de liberarla o al menos morir a su lado intentándolo. Pienso que, quizá con algo de suerte, sea capaz de llegar a rozar sus pies o sus manos, sentir aunque sea por unos segundos la calidez de su piel. Pero ella se da cuenta y me ruega sin palabras que no lo haga pues necesita que alguien la recuerde. No sin esfuerzo depongo mi deseo mientras continuo observándola, uniéndome a ella en cada segundo, convirtiéndonos en una misma alma
habitando cuerpos separados.

Finalmente nuestra profana unión se quiebra al ser su delicado cuerpo devorado por las llamas. La masa ríe de manera grotesca deleitándose con el sufrimiento de ese ser tan superior a ellos, de aquel ángel que expira sin queja ni súplica alguna. Lleno de asco, odio y dolor, me voy para dejar atrás, de una vez por todas a una humanidad baja y miserable que no vale absolutamente nada.