viernes, 20 de febrero de 2009

Entre el mar y la noche


Maximiliano Basilio Cladakis

La noche es perfecta. Hace casi una hora que me encuentro echado en la arena y podría seguir así varias más. Las estrellas parecen sonreír y la luna se muestra en su plenitud, con una tonalidad anaranjada como pocas veces vi. El canto de las olas acariciando la playa es una sinfonía que parece querer envolverme en una embriagadora somnolencia. No me resisto; por el contrario, me dejo llevar por aquella arcana melodía para que mi mente se extravíe en las profundas ciénagas de Hipnos.


Me siento dichoso, imbuido en una especie de paz perpetua, sin embargo, al cabo de un rato, el sonido de unos pasos deslizándose por la arena me hace volver en mí. Una dicha distinta, más plena, más real, absoluta se apodera en este momento de mi alma. Es ella; reconozco su andar con solo oírlo. Me levanto, sacudo un poco la arena de mi ropa y me dispongo a contemplarla.


Avanza de manera lenta pero segura. Se ve hermosa, como siempre. La forma en que su cabello oscuro contrasta con la blancura de su piel es algo conmovedor, jamás me cansaré de apreciarlo. A través de un vestido rosa entreveo el contorno de un cuerpo perfecto que parece haber sido obra de la misma afrodita. Su cintura, sus piernas, sus brazos, pues, solo pueden ser comprendidos como creados por una deidad. A medida que se acerca, su sonrisa se vuelve más nítida. Sus ojos reflejan el brillo de los miles de astros que resplandecen sobre nosotros. Me doy cuenta entonces que lleva una gargantilla en el cuello. Nunca se la había visto pero me gusta en demasía. No existe objeto en el mundo que sobre su piel no se vea sublime; la menor de las bagatelas, usada por ella, se transformaría en una joya de culto.


Llega hasta mí sin decir nada, yo tampoco me atrevo a quebrar el silencio; no hacemos sino mirarnos. Se hunde en mis ojos y yo hago lo mismo en los suyos. Nos abrazamos. Ninguno de los dos puede evitar derramar algunas lágrimas. Nos mantenemos así algunos momentos pero luego ella se aparta. Retrocede unos metros para, desde la distancia, mirarme fijamente mientras se quita el vestido, dejándose, empero, el ornato que rodea su cuello. En su rostro no se vislumbra sino una entrega total, dándome a entender que todo lo que veo me pertenece. Me quedo inmóvil, estupefacto, embriagado por la emoción, por el orgullo. Los tenues rayos de la luna se abalanzan sobre sus senos deseando poseerlos; sin embargo no siento celos, sé muy bien que son solo míos.


Se recuesta en la arena. Continúo observándola unos momentos hasta que yo también me quito la ropa y voy a su lado. Me inclino sobre su cuerpo a la vez que sus piernas se abren invitándome a morar entre ellas. Me repito una y otra vez que soy el hombre más afortunado del mundo. Beso sus labios, sus mejillas, sus parpados, como si en ello se me fuera la vida. El latido de nuestros corazones se va acelerando a cada instante y nuestros suspiros se van convirtiendo en ahogados gemidos. Penetro en lo más íntimo de su feminidad en tanto ella penetra en lo más íntimo de mi masculinidad. Nos volvemos un mismo ser. Agonizamos, incluso, en el mismo instante.


Unos minutos después ella apoya su cabeza sobre mi pecho y toma mi mano. La satisfacción del deseo no quebró nuestra unión sino todo lo contrario. Acaricio su cabello mientras ambos contemplamos el firmamento. El infinito nos observa y nosotros lo observamos a él. La luna da la impresión de brillar cada vez con mayor intensidad como si al vernos sus fuerzas aumentaran. Se que ella se encuentra conmovida; lo noto en la manera en que aprieta mi mano más apasionadamente. De repente, oigo su voz por primera vez en lo que va de la noche. Entona un antiguo himno que nunca antes había escuchado.


La canción es en griego arcaico. Si bien es muy poco lo que comprendo de esa lengua me doy cuenta que está dirigida a la luna. Sin embargo esta no aparece bajo dicho nombre ni tampoco es presentada como un estéril cuerpo que orbita alrededor de la Tierra debido a una absurda ley de gravedad. Melodías y palabras retratan a una diosa viva que vela por sus adoradores, que da cobijo en las noches de desesperanza, que une a los amantes en la distancia. La belleza que irradian es inigualable. Aún sin comprender todos lo vocablos tengo una visión exacta de lo que se narra. Por momentos, incluso, me parece estar viajando hacia aquellas edades pretéritas mucho más nobles que las actuales. Ambos vestimos largas túnicas blancas. Un coro de nereidas nos rodea mientras reposamos a orillas del Egeo. No la luna, sino Selene nos cuida desde su trono, en lo alto del cielo. Bajo su amparo reinamos eternamente sobre centauros, ninfas, faunos. El tiempo es presente continuo, una noche continua, en la que ni por un segundo nos separamos.


Las horas transcurren, ella prosigue su canto y yo la escucho hipnotizado como Odiseo a las sirenas, con la diferencia que, en vez de la condena, su voz porta la redención, el mágico elixir que dota de sentido a ese gigantesco sin sentido que llamamos vida. Tengo la absoluta certeza de que la felicidad no es sino esto.


Cuando desde el horizonte comienza a vislumbrarse la aurora, su cantar se detiene. La luna inicia un lento desvanecimiento volviéndose a cada momento más lejana, menos visible. Ella voltea la cabeza para mirarme a los ojos y noto en ellos la misma tristeza que ensombrece mi corazón. Me percato que, al igual que yo, realiza esfuerzos titánicos para no llorar. Se pone de pie y vuelve a vestirse. Yo sigo recostado sin dejar de observarla. Ella se queda un rato mirando hacia el lejano este, de espaldas a mí. El sol está a punto de asomarse. Siento un terrible dolor desplegarse en mi pecho.


Las voces de la ciudad empiezan a dejarse oír detrás de nosotros. Los astros se van extinguiendo al tiempo que el cielo va perdiendo su oscuridad. Un azul que se anuncia de tono pastel va expulsando las tinieblas de manera triunfante. Todo se vuelve más claro, todo adquiere un movimiento hasta entonces ausente. Un sordo bramido que no es el de la naturaleza penetra en mis oídos lacerando mi espíritu con una crueldad implacable.


Ella regresa hacia donde yo me hallo. Se agacha y me mira a los ojos. Tengo miedo, no me atrevo de enfrentarme a sus ojos, bajo la cabeza. Toma mi rostro con suavidad para levantarlo. Entonces reúno todo mi valor para poder mirarla sin quebrarme.


- Recuerda que siempre estaremos juntos. No hay nada que pueda separarnos. Yo soy tu sueño, tú eres el mío- Me dice hablando con una convicción tal que incluso el mayor de los héroes envidiaría.


Luego me besa y nuevamente se levanta. Me gustaría decir algo pero sé que con apenas abrir la boca me echaría a llorar como un niño. Se encamina hacía el mar con la frente en alto, aceptando el destino estoicamente. Cada paso que da es una puñalada que se clava sobre mi corazón, cada metro que se aleja es un metro que más próximo estoy de la muerte.


Finalmente, al verla desaparecer entre las olas las lágrimas inundan mis mejillas.


- Ella es mi sueño, yo soy el suyo- me voy repitiendo mientras me marcho de la playa y maldigo cada segundo en que estamos separados.

Pasa el tiempo...


Maximiliano Basilio Cladakis

Pasa el tiempo,
envejece la carne
mas tu recuerdo
sobre un herido pecho
permanece de pie.

Lejos
los días quedan
donde fluía
aquél bendito manantial.
Aguas maravillosas
corriendo libres
através de la vida.

Sangre de mi alma,
estrella de halo mágico,
el lúgubre otoño
ha puesto fin
a miles de quimeras.

En las noches
gime el terrible dolor
y canta el silencio
su último himno,
mientras desfallezco,
cansado,
de fuerzas exento,
abrazado a tu cruz.

Aquel ángel



Maximiliano Basilio Cladakis

Ante mis ojos una virgen se eleva con excelsa beatitud. Firme e impasible, verla me hace detener frente a una escena que siempre intento evitar pero que hoy me cautiva hipnóticamente.

La joven alzase, majestuosa, por encima de una enardecida multitud y puedo jurar que nunca vi tanta belleza reunida en un ser como la que su visión ofrece ahora. Tanta es que ni los harapos que viste ni las sangrantes heridas grabadas sobre su piel pueden opacarla en lo más mínimo. Sin embargo no es esto lo que más me fascina en esta doncella condenada, sino la dignidad con que sobrelleva su funesta situación. Escupida e injuriada, acribillada por torrentes de piedras y frutas podridas, mantiene la frente alta en un acto de estoicismo que incluso el más estoico de los estoicos envidiaría.

Su mirada recorre los rostros de la multitud que la rodea. Lo hace con indiferencia, con apatía, restándole importancia a esos seres colmados de odio y resentimiento. Hasta que se encuentra con la mía y en ese instante nuestras almas se unen en una extraña congregación.

Mágicamente me veo en ella y ella así se ve en mí. Nuestras vidas, nuestras historias y tragedias, son las mismas. Yo soy ella, ella es yo. Ambos somos herejes en un mundo enfermo, lo comprendemos al observarnos y al oír los rugidos de la piara sedienta de sangre. Instantáneamente un súbito furor se apodera de mi espíritu y tomo la desición de liberarla o al menos morir a su lado intentándolo. Pienso que, quizá con algo de suerte, sea capaz de llegar a rozar sus pies o sus manos, sentir aunque sea por unos segundos la calidez de su piel. Pero ella se da cuenta y me ruega sin palabras que no lo haga pues necesita que alguien la recuerde. No sin esfuerzo depongo mi deseo mientras continuo observándola, uniéndome a ella en cada segundo, convirtiéndonos en una misma alma
habitando cuerpos separados.

Finalmente nuestra profana unión se quiebra al ser su delicado cuerpo devorado por las llamas. La masa ríe de manera grotesca deleitándose con el sufrimiento de ese ser tan superior a ellos, de aquel ángel que expira sin queja ni súplica alguna. Lleno de asco, odio y dolor, me voy para dejar atrás, de una vez por todas a una humanidad baja y miserable que no vale absolutamente nada.

Libertad



Maximiliano Basilio Cladakis

El valle se muestra desierto, abandonado. El sol del crepúsculo baña en sangre las montañas que le circundan, los árboles que pueblan su terreno. Puedo respirar una extraña e irreal atmósfera. Hay silencio, mucho silencio, tanto que un fuerte zumbido penetra mis oídos. Miro el firmamento y ni una sola ave vuela por encima de mí.


Ignoro como llegué hasta aquí, ni siquiera sé en que lugar del mundo me hallo con exactitud. Marché a la deriva como un náufrago después de la tempestad pero no sé por cuanto tiempo lo hice. Quizás un día, quizás un año, quizás una hora. No lo sé. Igualmente creo que eso no importa, que nada de eso importa en absoluto.


Camino sin apuro, aletargado, mientras una increíble sensación de paz embriaga mi ser. No es la paz del hombre que hizo lo que debía... ¡Ojala lo fuera! Sino la de aquel que sabe lo que hará.


Me detengo un instante para sentir la frescura de la suave brisa que comienza a soplar. Por un instante tengo frío y mis músculos se tensan. Pero luego decido no resistirme, para así convertir lo no deseado en deseado. Ahogo un suspiro y relajo mi cuerpo en tanto logro mantener el control. Tal vez ahora no sirva de mucho y eso hubiera debido hacerlo cuando era realmente necesario; pero igual elijo hacerlo. Y en última instancia no hay más que elecciones.


La brisa levanta algo de polvo y al observar esto no puedo evitar pensar en mi patria enfrentándose a una fuerza cientos de veces más grande. Pero, a diferencia del polvo, nosotros decidimos que el Enemigo no nos manejaría a voluntad. Como hombres libres que somos, o, mejor dicho, que fuimos, decidimos luchar aún cuando nadie se atreviera a hacerlo.


¿Decidimos, dije? …se me hace imposible no sonreír. Es irónico porqué al incluirme yo también en la acción estoy, al mismo tiempo, diciendo la verdad y mintiendo. Ciertamente, en una primera instancia, marché orgulloso a defender a mi pueblo… pero ¿luego que?¿Acaso seguí manteniendo la decisión tomada?¿O lo que hice, no fue optar nuevamente cuando ningún otro lo hizo.

No se bien porque pero levanto mi vista y clavo la mirada en el sol poniente. Enceguezco durante unos segundos y el fulgor me recuerda la sangre vertida en el campo de batalla. Nuestro lema era “vencer o morir”. Yo no vencí ni morí, sino que al verme sin nadie vivo a mi lado me eché a la fuga.


Clavo la empuñadura de mi espada en la tierra mientras el sol se oculta tras las montañas para luego dejarme caer sobre su filo. No me siento digno de decir “adiós” y por ello no lo hago.

Ariadna


Maximiliano Basilio Cladakis

El viento sopló
y se estremeció la tierra.
Como en una tempestad
el pasado
se deshizo junto al futuro.

Marché a la deriva,
entre las sombras,
sin asidero ni arraigo.
Miré hacia el firmamento
pero ningún destino
señalaban los astros.

En mi mayor tropiezo,
en mi mayor caída,
sólo estabas vos.
Aún hoy,
sólo estás vos,
guiándome
a través del laberinto
como Ariadna a Teseo.

Sos mi Ariadna,
la única Ariadna
que es capaz
de librarme de la muerte.

Popota y Ornitorrinco





















Natalia Paola Manzano

- Popota rima con derrota, no sé si te fijaste alguna vez.

- Estás envidioso: esa es la única verdad. Yo soy un gato negro de pelo luciente y suave, famoso catador de vinos y de arenques mientras que vos sos un completo inútil. Además, sacame una curiosidad, ¿sos un pato o un oso? Tenés un pico de pato y un cuerpo de oso. ¡Sos un monstruo, Ornitorrinco!

- Más monstruo serás vos.

- Me voy a presentar a las elecciones y cuando gane voy a hacer que esté prohibido ser ornitorrinco. Tendrás que disfrazarte de pato obeso.

- Nunca vas a ganar gato malvado: ¡Popota rima con derrota!


- Ahí te equivocás: porque a Popota, ¡todo el mundo lo vota!

Halys


Natalia Paola Manzano


Había una vez una hadita de la nieve que vivía en una triste y oscura zona de confín. Había visto en su vida sólo nieve. No sabía lo que eran los árboles, el pasto, el canto de los ruiseñores, el chapotear del agua en una puesta de sol estival. Todo era blanco, gélido y helado. Todo era muerte y ausencia de color. La hadita había nacido de un copo de nieve el día en el que los reyes se habían casado. Solía la helada lluvía aumentar en ocasión de un solemne festejo, fuera cual fuera, y, cuando esto ocurría, muchas haditas tomaban vida. Sin embargo la nuestra había tenido una indecible mala suerte ya que había nacido en una franja de tierra (aunque, a decir verdad, la tierra no se veía en absoluto por lo mucho que estaba cubierta por esa implacable capa de nieve) situada en el confín entre dos países enemigos y rivales en la que no había ni un alma. Halys, así se llamaba el hada, había vivido siempre sola y no había hablado nunca con nadie. Sólo una vez había encontrado a un armiño y su alegría había sido tan grande como la bóveda celeste, como todos los mares de todos los océanos de todos los infinitos mundos. Sin embargo, dicho sentimiento, se había convertido pronto en decepción y desaliento ya que el armiño se había demostrado increíblemente adusto y maleducado y, cuando ella le preguntó quién era y de dónde venía, le había contestado con un soplo de violencia y rencor seguido por un brinco ágil que lo perdió en el cercano bosque de hielo. Halys era sola y blanca, blanca y sola. Ebúrnea era su piel y cándido su ropaje. Negros como el más profundo mar eran sus cabellos, azules como el cielo frío sus ojos. Cumplía ella su deber con esmero y ἀκρίβεια. Entonaba el canto de la nieve matutina en cada amanecer del sol dando las gracias a la aurora y saludando las somnolientas estrellas. Llegada la noche danzaba por el encuentro del Sol y de la Luna volviéndose viento leve y armonioso. Esta era la vida de Halys y nadie hubiera podido decir si era feliz ya que nadie podía verla.

Una mañana la hadita se despertó de sobresalto gritando como un animal degollado cuyos riachuelos de sangre se derraman por la metálica nieve invernal. Había soñado con un sol candente, no ese astro gris que solía acoger con notas cristalinas, sino una esfera de fuego que había derretido toda la densa capa de los parajes lejanos y cercanos transformándola en algo caliente y húmedo, sumergiéndose en el cual no era posible respirar. “Agua” –dijo en voz alta- “Esa debe de ser el agua ”. Miró a su alrededor y se dijo que había tenido una pesadilla, que la realidad era reconfortante y acogedora y que todo iría bien.

A la noche siguiente tuvo el mismo sueño pero, esta vez, en el medio del agua, flotando y meciéndose, había algo grande y verde: una hoja. Halys se despertó de sobresalto pero sin gritar: estaba feliz. El sueño la había reconfortado como nada nunca había podido hacerlo y, abriendo los ojos y percibiendo la realidad, su corazón fue atravesado por el dolor y el frío. Por primera vez Halys sintió frío. Cerró, pues, los ojos y siguió soñando: en la hoja estaba sentado un joven elfo de piel rosada y sonrisa de sol que le dijo: “Ven conmigo, adonde podrás ser feliz”. Por primera vez Halys sintió calor. El calor y la calidez de otro ser que la llamaba a la vida. Supo que el infierno de hielo se había desvanecido y que había llegado la hora de nacer.

Pequeña y débil


Maximiliano Basilio Cladakis

Pequeña y débil.
Entrelazada con el infinito.
Su piel cobija el viento de la noche.
Y sus labios suspiran.
Suspiros de un sueño.
Suspiros de una promesa quebrada.

La Patria está lejos.
No hay Patria que la resguarde de la pena.
Cabellos oscuros.
Mirada triste de niña triste.
Selene no ríe.
Selene tampoco llora.

La felicidad es un recuerdo.
Un cielo azul sobre un mar azul.
Ositos de peluche que la abrazan.
Ella ríe, juega, vive, sueña.
El Cascanueces, la danza, un piano eterno.

¿Por qué es tan inefable el dolor? - (Ella se pregunta)
Y la Muerte Golpea.
La Muerte que siempre Golpea.
Sangre y lágrimas.
Mientras él se aleja entre las sombras


La carne duele.
El espíritu se quiebra.
Inocente. Culpable.
Cronos devorando a sus hijos.
El nudo en la garganta.
Las palabras que se atoran.

Dios habita en las torres.


Dios no la oye.
Dios la juzga.
Dios la condena.
Dios la somete.

Dios no existe.

Para los desterrados…
Para ella…

Dios nunca existió.

Para los desterrados…
Para ella…

Dios nunca existirá.

En el exilio.
Cada caída es el Infierno.

La partida


Maximiliano Basilio Cladakis

Damián se levantó de la silla. La música seguía alta. Sobre el pequeño y humilde escenario un guitarrista, un tecladista y un baterista continuaban tocando sus instrumentos. La mayoría de la gente también comenzaba a pararse. Mientras retiraba el sacón de cuero negro del respaldo de su asiento, la anciana que estaba a su lado se le acercó y lo abrazó. Damián sonrió y también la abrazó. La anciana le susurró, conmovida, unas incomprensibles palabras al oído. Luego se separó de él, le tomó el rostro con las manos y le besó ambas mejillas.

Tras separarse de ella, Damián se dirigió hacia las mesas que se encontraban sobre el ala derecha de la entrada, a unos pocos metros de la puerta de dos hojas. Tres tablones de madera montados sobre unos caballetes también de madera se encontraban cubiertos por manteles dispares. Unos eran azules con recuadros negros y blancos, otros rosados con rombos anaranjados, otros blancos con flores bordadas con hilos del mismo color. Sobre ellos reposaban vasos de plásticos, termos con café y té ya hechos, platos con bizcochuelos, pasta frola y tartas de ricota, botellas de gaseosas, principalmente de sabor a cola o a lima limón, sándwiches de miga, empanadas y algunas pizzas caseras.

Un hombre lo vio y le hizo señas para que se acercara. Tenía alrededor de cincuenta años, llevaba bigotes negros y en su cabellera ya empezaban a asomar algunas canas. Era alto y robusto, de cuello ancho y de mandíbula prominente, un hombre fuerte, sin lugar a dudas. Damián fue hacia él. Este le estrechó la mano y palmeó su espalda con afecto. Ambos se “dieron” bendiciones. Damián le preguntó por sus “cosas”, trabajo familia, etc. El hombre le señaló hacia el otro rincón del recinto, frente a los parlantes, al lado del escenario. Ahí estaba su mujer, o la “gorda” como él la nombró, y junto a ella estaba “la nena”, una adolescente de diecisiete años. “Gracias a Dios está todo bien, hermanito”, dijo.

Hablaron un poco hasta que otro hombre se les acercó. También rondaba los cincuenta años. Saludó a ambos, sin embargo, su insipiente charla se dirigía principalmente al de su edad. Damián no los quería incomodar. Apenas tenía veintiocho años, era lógico que ellos tuvieran más cosas en común, más temas de charla. Saludó tímidamente, diciendo “después nos vemos”. Ambos sonrieron. “Después nos vemos, hermanito”, le dijo el hombre de bigotes.

Damián llegó a la mesa. Saludó a unas mujeres mayores que le invitaron a que se sirviera lo que quisiera. Él aceptó la invitación sin reparos. Tomó un termo con café y se sirvió en un vaso de plástico. Le agregó dos cucharadas de azúcar, para luego tomar una porción de tarta de ricota. Mientras comía y bebía se dispuso a mirar a su alrededor. La música ya no sonaba. Los músicos se encontraban guardando sus instrumentos. La gente se reunía en grupos de cuatro o cinco personas. Hablaban de los temas más diversos, algunos reían, otros mantenían una expresión solemne. Las edades eran también muy diversas. Adolescentes, adultos, ancianos. Había, además, muchos niños. Corrían y jugaban entre el centenar de sillas vacías. En su mayoría eran gente humilde, aunque hubiera algunas personas de clase media. Con todo, vestían de manera impecable. Muchos hombres llevaban traje; y si no, camisa y pantalones bien cuidados. La mayoría de las mujeres llevaban polleras largas y alguna blusa o pulóver. Tal vez se tratase de prendas baratas, pero se veía un esfuerzo por vestirse lo más elegantemente posible, a pesar de las dificultades económicas. En total serían alrededor de ochenta personas. El recinto era amplio, de techo alto. Paredes blancas, adornadas, aquí y allá, con carteles en donde se hallaban escritas algunas frases bíblicas. Había mucha luz y varias estufas se encontraban prendidas para contrarrestar el frío invernal. Al fondo del lugar, sobre el escenario, había un púlpito transparente. Detrás de este se alzaba, imponente, una cruz de madera de unos dos metros de altura, sobre la cual se erguía un deslumbrante manto rojo.

Damián estuvo así unos momentos hasta que vio a un joven aproximarse a él. Entonces fue a su encuentro y se abrazaron fraternalmente. El joven era algo más chico, unos ocho o nueve años, era delgado y alto, de pelo castaño y con un rostro poblado de barros. Luego de preguntarse mutuamente las cosas de rutina, el muchacho le avisó que el sábado siguiente habría una reunión de jóvenes y que si quería podía invitar a algún amigo. Damián le respondió afirmativamente. Tras esto el muchacho le dijo: “Vayamos para allá, donde están los chicos”. Damián apuró de un sorbo lo que le quedaba de café, engulló de un solo bocado el pedazo de tarta que aún tenía en su mano y lo siguió.

Se trataba de cinco jóvenes de entre dieciocho y veinticinco años; tres mujeres y dos varones. Damián y el otro muchacho se incorporaron al grupo tras saludarse. Se unieron a la charla sin dificultad. El tema central era la reunión del siguiente sábado; sin embargo, eso no implicaba que no se hablara de otras cosas. Cuestiones de estudio, de familia, algún que otro chiste inocente, alimentaban los asentimientos y sonrisas. Damián no hablaba mucho, pero hacía de tanto en tanto algún que otro comentario. Sonreía casi todo el tiempo, incluso, por momentos, lanzaba una tímida carcajada. Su atención recaía principalmente sobre una de las jóvenes. Se llamaba Florencia, tenía diecinueve años, y, si bien no poseía una gran belleza, toda su persona inspiraba una calidez indecible. La atención de ella también recaía sobre él. Sus miradas se entrecruzaban y Damián se daba cuenta de ello. En un momento el pastor fue a saludarlos y les recordó que dentro de un mes había bautismo. Damián le dijo que lo sabía muy bien ya que ese día él sería uno de los que se bautizaría.

El tiempo fue pasando y la gente comenzaba a marcharse. Damían se percató que ya era algo tarde y que al día siguiente debía levantarse temprano para ir a trabajar. Se despidió de los otros jóvenes entre abrazos y bendiciones. Quedaron que durante la semana se llamarían o escribirían.

Salió del recinto y comenzó a caminar hacia la parada del colectivo. Las calles estaban desiertas. Las estrellas brillaban pálidamente sobre un cielo silencioso. A medida que marchaba los murmullos de la iglesia iban volviéndose más ininteligibles. Las casas bajas desfilaban a sus costados y las ventanas de todas ellas estaban cerradas. Algunos perros ladraban al oír su paso.

Damián se dio cuenta, entonces, que la noche era muy fría.

El quiasmo


Maximiliano Basilio Cladakis

- ¡Estos tipos son unos hijos de puta!

Las palabras de Diego resonaron como un trueno en medio de ese bar de la calle San Lorenzo. Varios de los demás clientes lo miraron de soslayo. Se notaba que la frase no les había resultado simpática. Sin embargo Diego no parecía percatarse de ello; toda su atención recaía sobre el corte de ruta que mostraba una televisión ubicada a unos dos metros del suelo, en una de las esquinas del negocio.

- ¡Estos tipos son unos hijos de puta!- repitió una vez más.

- Calmate un poco y tomate el café. Se te va a enfriar- le dijo Pablo riéndose del ataque de visceralidad del otro muchacho- No te pongas tan nervioso.

- ¿Qué me calme? ¿Que no me ponga nervioso?- preguntó Diego alarmado- Estos tipos…

- Si, ya sé…son unos hijos de puta- le interrumpió Pablo divertido.

Diego refunfuñó y encendió un cigarrillo. Las cámaras de televisión dejaron de mostrar la protesta que hacía ya varias semanas estaba paralizando a la Argentina. La atención de los televidentes ahora se centraría en los resultados de la última fecha del torneo local de fútbol.

- Es indignante- comenzó a decir Diego , pero ya no en un tono efusivo sino más bien reflexivo- Cuando un pobre “corta” dos horas la calle para pedir trabajo es un “piquetero”, alguien que no respeta el “derecho” de “libre transito” de los demás, alguien que está cometiendo un “delito”… pero, en cambio, cuando los propietarios, los “dueños” de la tierra, los ricos, “cortan” una ruta nacional durante dos meses extorsionando al Estado con la amenaza de desabastecer al país si sigue con la intención de aumentar las retenciones a la exportación…se trata de “ciudadanos manifestándose”.

Apuró un trago de café y continuo:

- Los medios de comunicación… muestran a estos tipos como el “campo” y la gente lo asocia con algo popular…Pero son tipos de guita, de mucha guita…

- Puede ser que sean de guita- dijo Pablo- sin embargo los comprendo… si yo estuviera en su lugar tampoco me gustaría que me metan la mano en el bolsillo de esa manera…

Diego sonrió.

- No sé porqué pero me imaginaba que ibas a estar con el llamado, mal llamado obviamente, “campo”…

- Yo no estoy con nadie… sólo digo lo que me parece… la política no me interesa.

Diego alzó las cejas extrañado.

- Aristóteles decía…

- Sé muy bien lo que decía Aristóteles- dijo Pablo sin dejar terminar de hablar a su compañero, cortando ya la charla, dejando atrás las sonrisas y los chistes- Pero ahora tenemos que hablar de Filosofía Moderna, no de Filosofía Antigua. El examen es pasado mañana ¿te acordas?- y antes de acabar de decir estas palabras se dispuso a mirar unas fotocopias que estaban sobre la mesa.

- Sí, tenés razón- respondió Diego volviéndose hacia otro grupo de fotocopias a pesar suyo, con más ganas de proseguir con la discusión sobre política nacional que de estudiar para el examen.

Sobre la mesa, junto a las dos tazas de café y el cenicero, los nombres de Descartes, Hume, Spinoza, Kant y Hegel desfilaban entre incontables hojas. Se trataban casi enteramente de fotocopias pero había entre ellas tres libros propiamente dichos: las Meditaciones metafísicas, el Tratado teológico-político y la Fenomenología del Espíritu. Todo eso era el material de cátedra completo de Historia de la filosofía moderna, el cual entraría en el examen del miércoles. Ambos muchachos hurgaban entre los papeles, mascullando por momentos algunas reflexiones en voz baja, subrayando unas oraciones, realizando anotaciones a los costados de los textos. Tanto el uno como el otro estaban absolutamente compenetrados en su tarea, ensimismados en aquella lectura compleja, vertiginosa, abismal. Sin embargo la manera en que lo hacían difería con notoriedad. Mientras Pablo mantenía el ceño fruncido y sólo de tanto en tanto hacía un leve movimiento de labios, Diego gesticulaba, lanzaba sonrisas repletas de ironía como si estuviera burlándose de algunas cosas que leía, y, por sobre todo, fumaba un cigarrillo tras otro.

Al cabo de media hora, Pablo levantó la cabeza y se volvió a dirigir a su compañero.

- Bueno, si hay algo que me queda claro es que Descartes es el padre de la modernidad y que su pensamiento atraviesa la obra de todos los pensadores posteriores a él. El cógito cartesiano funda a la modernidad.

- Sí, es verdad. Por suerte luego llegó Hegel- respondió Diego a la vez que encendía un nuevo cigarrillo.

Pablo se quedo mirándolo con un gesto de asombro e incomprensión.

- No me mires así, lo que digo es cierto. Las Meditaciones metafísicas y el Discurso del método son muy claros; Descartes, sentado frente a la estufa, inicia su monólogo intelectual buscando una certeza irrefutable. Se “da cuenta” entonces que puede dudar de todo, salvo de que está dudando, si está dudando esta pensando, por lo tanto llega a la conclusión de que existe. Cógito ergo sum. Esa es la sentencia máxima de la modernidad. A partir de ella aparece la idea de un sujeto universal, absoluto, puramente racional. Ni Kant, ni Leibnitz, ni Spinoza pueden escapar de ella. Hubo que esperar hasta Hegel. Por supuesto luego vinieron Marx y, más tarde, Sartre, pero es Hegel el que les abrió la puerta.

Pablo quedó en silencio unos segundos mirando fijamente a Diego hasta que finalmente preguntó:

- Y… decime… ¿Por qué habría que escapar del cógito cartesiano? ¿Es alguna especie de monstruo?

Diego entrecerró los ojos.

- No sé si llamarlo “monstruo”; de lo que sí estoy seguro es que no se trata de otra cosa que de la sublimación filosófica de la burguesía. Un individuo aislado, que existe “por sí mismo”, independiente de todo, acabado, completo. Es en esa concepción del sujeto en la que se va a basar toda la política y toda la economía burguesas; es el fundamento metafísico del individualismo liberal.

- Bueno- Pablo sonrió maliciosamente- Así que Descartes era un solamente un propagandista del capitalismo… ¡Qué bárbaro!... ¿Te lo enseñaron en el Partido?

- No, ya que no estoy en ningún “Partido”- respondió en tono seco- Pero lo que digo es cierto, Hegel lo demuestra muy bien en la dialéctica del amo y del esclavo. El sujeto surge de la lucha por el reconocimiento, como luego dirá Marx, la primera conciencia es la “conciencia social” ya que no puede haber un “yo” sin un “tú”. La conciencia es, pues, punto de llegada, no de partida.

- Así y todo, creo que el argumento de Descartes es lógica y metafísicamente perfecto - replicó Pablo.

Diego lanzó una bocanada de humo y sonrió.

- “Lógica” y “metafísicamente” se puede afirmar que los centauros existen y que son muy bellos, pero eso no implica que en verdad existan… ¿o te parece que sí existen?

- Descartes no habla de centauros- proclamó Pablo, algo fastidiado- ¿Acaso no existe el “yo”? ¿Dudás de tu propia existencia? En el caso que así fuera te recomendaría que vayas a ver a un psiquiatra.

- Es obvio que yo existo, pero Descartes cuando se pregunta “qué soy”, da como respuesta: “una cosa pensante”. Eso es lo que no existe, la mera “cosa pensante” que existe “por sí misma”. “Yo” existo, por supuesto, pero en tanto haya otro que me reconozca, que me defina. Sartre pensaba que sin la mirada del otro no soy nada, y tenía razón. Hegel y Marx estarían absolutamente de acuerdo con él.

Pablo se echó a reír.

- ¿O sea que yo no existiría si vos no me estuvieras mirando?

- Algo así. No hay ningún Pablo Luciano Oronel aislado del mundo, no hay algo así como una “cosa pensante” que sea Pablo Luciano Oronel. Pablo Luciano Oronel, esta todo “ahí”, frente a mí, constituido por su manera de relacionarse con los otros, con el mundo. Pablo Luciano Oronel es un estudiante de filosofía, con dos hermanos, cuyo padre es abogado y cuya madre se dedica a los negocios inmobiliarios, que se preocupa por aprobar el examen de Filosofía Moderna y que dice que la política no le interesa pero que en su supuesta “apoliticidad” está del lado del “campo”, lo que en este contexto es estar del lado del poderoso; Pablo Luciano Oronel hace, por tanto, política desde el lado del “amo”.

- ¡Yo no hago “política” ni me interesa hacerlo! Te lo acabo de decir- Le respondió Pablo, ofuscado, levantando la voz por primera vez en lo que iba de la tarde- Yo, Pablo Luciano Oronel, no estoy ni con el “campo”, ni con el “gobierno”, ni con la izquierda ni con la derecha, yo pienso por mí mismo y digo lo que a mí me parece. Te queda a vos entenderlo o no. Pero yo soy yo, y vos no sabés mejor que yo lo que yo soy. Antes de analizarme a mí, porqué no te analizas a vos mismo. Los zurdos siempre hacen lo mismo.

Diego se quedó unos segundos en silencio, observando detenidamente al otro muchacho. Pablo estaba colorado y su mirada ya no era la tranquila mirada habitual; incluso las manos parecían temblarle. Él también miraba a los ojos a Diego y lo hacía de manera desafiante, combativa.

Diego bajó la vista y mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero dijo:

- Si vos sos vos, si tu ser no depende de ¿Por qué te enojás tanto?¿Por qué necesitás justificarte ante mí?

Pablo se levantó de la silla.

- Voy al baño.

Revelación


Maximiliano Basilio Cladakis

Voces ancestrales
conjugadas en un silencio,
diáfano y difuso,
resuenan en la noche.
Noche perpetua del tiempo
que devela el Llamado.

Entre lo sagrado y eterno
el Fuego acomete su danza.
Ante su paso
se oye lo inaudible
y lo inefable se deja apresar,
muere el dios
renaciendo la Verdad.

Sueño y Vigilia:
Dionisio y Apolo
unidos en arcana procesión.

Buenos Aires


Maximiliano Basilio Cladakis

Andrés abrió la puerta y entró al bar. Se quitó los lentes de sol; debajo de sus ojos asomaban unas ojeras frutos de una noche alocada, de pequeños excesos. Se pasó una mano por el rostro aún joven para luego mirar a su alrededor en busca de una mesa libre. Había mucha gente, sin embargo le pareció encontrar una en un rincón, pegada a la pared interior, justo frente a una de las cuatro televisiones que poseía el local.

Se dirigió hacia ella pero cuando estaba corriendo la silla para sentarse, una joven bastante atractiva se le acercó. En un tono entre cordial e inquisitivo le preguntó si había hecho alguna reserva. Ante la negativa de él, le explicó que esa mesa poseía una. Le señaló otra aclarándole que era la única que le quedaba. Estaba ubicada en el centro del bar, sólo para dos personas, alejada igualmente de todas las pantallas.

Andrés asintió de mala gana. Fue hasta allí acompañado por la joven, se quitó la campera acomodándola en el respaldo de la silla y se sentó. La mesera le preguntó, en el mismo tono de antes, si necesitaba algo, a lo que él respondió pidiéndole una cerveza. Al marcharse la muchacha, Andrés sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón un paquete de Gitanes. Encendió un cigarrillo y dejó el atado sobre la mesa.

Mientras pitaba echó un vistazo general al bar. Lo primero que llamo su atención fue la cantidad de familias que había, una cantidad mayor que la mayoría de las otras veces. Varias mesas eran ocupadas por matrimonios con sus respectivos hijos. Casi todos los niños llevaban camisetas con los colores del equipo por el cual alentaban, y, si no, al menos una insignia o pulsera con ellos. Había también hombres muy mayores, solos, que fumaban cigarrillos negros mientras bebían vino tinto. Andrés notó la manera en que en sus ojos no se leía la menor expectativa como si supieran que el espectáculo que presenciarían no era más que una sombra de los que vivieron cuarenta años atrás. En algunos rincones, grupos de jóvenes reían y hablaban en forma algo estridente; sin embargo, a él le eran totalmente indiferentes.

La mesera regresó con la botella de cerveza. La dejó sobre la mesa y la destapó. Andrés le dio las gracias sonriendo. Se llenó un vaso cuidando de que no se formase espuma. A los dos tragos, comenzó a sonarle el celular. Atendió, no sin antes dejar de observar por el visor del aparato quien era el que lo llamaba.

Saludó a Fernando, le contó que recién había llegado y que afortunadamente consiguió una mesa. Su amigo le dijo que estaba en camino pero que llegaría más tarde de lo convenido ya que había tenido un inconveniente con su hijo menor, el pequeño Esteban. Andrés le dijo que no había problema, que lo esperaría. Se hicieron unas bromas sobre los posibles resultados del partido; luego cortaron.

Tras esto se volteó hacía la televisión que se hallaba a su izquierda. Al igual que las demás pantallas, esta mostraba a un grupo de porristas agitando los colores del equipo local. Saltaban, gritaban, casi bailaban sobre el campo del estadio, vestidas con unos “shorts” y unos “tops” que dejaban entrever gran parte de sus encantos.

Por unos momentos se dibujo en sus labios una sonrisa melancólica. Recordó que cuando eran chicos, él y su amigo, no podían pasar un día sin verse mientras que ahora se veían un domingo por semestre, en ese bar o en otro que a ambos les quedara a mitad de camino.

Cadalso


Maximiliano Basilio Cladakis

Espejismos
que en medio de la noche
celebran la gloria
de un pretérito tiempo
tan colmado de dones.
La gracia infinita
recae por encima de mí
como un manantial,
como una lúgubre espada.

Mis manos,
girando en torno a la cruz,
logran aferrarse,
redimirse entre sueños,
mientras el ángel,
que cae y cae,
me enseña la verdad:
incienso y muérdago,
rosas y sangre.

Así el viento,
que porta fúnebre pompa,
bajo la huella del pecado
entona su canción.
Muero al oírla
a la vez que imagino
que me elevo a Valhalla
o me hundo en el Hades.

Coronas de espinas,
finalmente,
se posarán sobre mis sienes,
desangrando el triunfo
corrompiendo la agonía.
Y un ánima errante
danzará obre el trébol
cuyas cuatro hojas
suplicantes se marchitan.

Entrelazados



Maximiliano Basilio Cladakis

Observa el infinito en silencio. Kilómetros de nieve y de rocas, de vacíos y de nada, se extienden por delante y por debajo de él mientras el Zonda arremete contra su cuerpo. Sus hombres se encuentran a un par de metros. La mayoría duerme, continuan durmiendo aún cuando hace rato que el sol está naciendo desde el lejano este. Podría enojarse y reprenderlos, pero no lo hace. Comprende que intentan reponer músculos en extremo fatigados, pues el viaje está resultando duro, más de lo que podría haberse imaginado.

- Encima la ulcera no ayuda, como así tampoco el asma- se dice a sí mismo al tiempo que lleva su diestra al estomago.Ayer había padecido cólicos muy fuertes y los pulmones sintieron el peso de un clima harto despiadado.

Hoy despertó algo mejor; sin embargo le quedaron secuelas, y la mayor de ellas era el miedo. En un momento había llegado a creer que moriría allí, en esos territorios olvidados. Si bien no temía perder la vida, le aterraba la posibilidad de dejar inconclusa su misión, una misión que le parecía, a decir verdad, más digna de un dios que de un enclenque enfermizo como él. “Convertir una tierra dividida y sometida, una tierra presa de las más terribles vejaciones, de la barbarie más cruenta, en un pueblo unido, libre, digno, verdadero soberano de sí mismo”. Estaba dispuesto a dar todo por ello, incluso ya había sacrificado su mismo honor al traicionar a la patria que lo había acogido de niño con brazos abiertos y que luego le otorgara el adiestramiento que ahora utilizaba en su contra.

- “Todo” tal vez no sea suficiente- piensa, a la vez que se aleja del precipicio y vuelve junto a los suyos.

A unos kilómetros de allí, en una choza de barro construida en un llano seco y sin vientos, otro hombre también observa el infinito. Frente a él, brillan dos pequeños y rasgados ojos. Estos se abren, somnolientos, sobre un montículo de piel curtida, color parda, con costras de suciedad y sangre coagulada, que recubre unos punzantes huesos por instantes afilados como cuchillas. En uno de los centenares de pliegues de esa masa informe se yergue una reabierta cicatriz libre ahora de los gusanos depositados por las moscas semanas atrás.- Gracias - le dice una voz aflautada que emerge del cuerpo mientras los ojillos adquieren un tono de sumisión devota.-

Descansá- responde él con una mirada de compasión que no puede evitar dar.

Se siente mal, culpable. Desde hace días se encuentra rondándole la cabeza una idea que lo atormenta y que por las noches no le permite conciliar el sueño. Sus viajes le han ido mostrando gradualmente la miseria en que se hallan esos seres protohumanos que habitan el continente. Hasta este momento no fue más que un soñador, un romántico aventurero que jugaba a la filantropía. Anteriormente pensaba que con la medicina podría bastar, pero no; ella se ocupa de curar a los hombres, pero de lo que se trata es de convertir en hombres “cosas” como la que está echada en esa miserable cama hecha de paja y cartón.

- Haría lo que sea, juro que lo haría, si supiera que es lo hay que hacer- se repite en silencio.

Sin embargo, en su foro más íntimo, sabe que ese no es el único problema. En el caso de encontrar el modo de transformar lo no-humano en humano , ignora si sería capaz de llevar a cabo dicha tarea. Por un lado, su salud es delicada y, al igual que el otro observador, sus pulmones suelen fallarle desde niño. Por otra parte, debería de dejar atrás su vida acomodada, incluso ir contra ella, convertirse en un traidor a su clase y a su abolengo.

- Tendría que cambiar mi identidad, olvidar mi actual nombre y adoptar uno nuevo, sin dobles apellidos y que nada tenga que ver con la aristocracia - Piensa, mientras se despide del aborigen y deja la choza.

Tanto el primer observador como el segundo se ven imbuidos en un abismo sin fondo, un abismo que los colma de una extraña mezcla de temor, dudas y esperanza. El infinito de cada uno es distinto, se encuentran separados por más de un siglo de distancia. Sin embargo en algún punto se entrelazan y vuelven a sus observadores compañeros de camino. En ese punto ciego, en ese instante ubicado en medio de la eternidad, San Martín y Guevara se aunan, se complementan, conforman una misma historia, una historia aún no escrita, una historia aún por realizarse.

Inmolación


Maximiliano Basilio Cladakis

La multitud se entregaba a los manjares y al vino mientras la sensualidad descollaba por todas partes. El estupor y asombro habían dado paso a la alegría del festejo. Sólo Alejandro, el joven rey y aún más joven dios, permanecía, inmóvil y en silencio, frente a la hoguera donde se consumía ese ser que, para él, había sido tan cercano como distante.

El hindú había acompañado a los ejércitos del hijo de Zeus Amón durante largo tiempo. Se había unido por propia voluntad y nadie sabía bien las razones. Era uno de eso “sabios desnudos” que renunciaban a los placeres corporales y que creían que la existencia era una rueda en la que cada acto se repetía una y otra vez eternamente. Nunca había entrado en combate y tampoco había participado nunca en los festines ofrecidos habitualmente por el rey. A veces pasaba días en ayuno y sin pronunciar palabra alguna. En una ocasión, un soldado le preguntó sobre los motivos de su comportamiento, a lo él respondió que se preparaba para regresar a “lo que siempre pervive”. Si bien a nadie le caía mal todos coincidían en que se trataba de un hombre absolutamente exótico e incomprensible. Pero aquella mañana, Calo (tal era el nombre del hindú) había tomado una decisión que sobrepasaba los límites de la extrañeza, había tomado la decisión de inmolarse. Al saberlo, griegos y persas se reunieron para presenciar tan inusual espectáculo. Ante el asombro general Calo se dirigió a la pira y dio su vida a las llamas, no sin antes pedir que ese sea un día de alegría y celebración y no de tristeza.

Ninguno de los espectadores entendió las razones de lo sucedido y, a decir verdad, la posibilidad del banquete hacía que tampoco les importara demasiado. En tanto se consagraban a Dionisos, conformábanse con hacer de la “locura oriental” la explicación más acertada. Alejandro, por el contrario, tenía muy en claro lo que había ocurrido.

Al contemplar la manera en que la carne desaparecía de los huesos el rey comprendía que el hindú se había despojado de su mortalidad para volverse uno con el Fuego Eterno que subyace en todo lo que es. Comprendía, también, con horror, que él era ese Fuego Eterno encarnado en un hombre y que, a diferencia de los demás mortales, no debía despojarse de nada ya que “Alejandro” era nada.

La canción de Orfeo


Maximiliano Basilio Cladakis

El cielo violáceo.
El frío quemando mi piel.
La lluvia
Que eternamente cae.
Y tu risa…
Tu acogedora risa…
Que se burla del tiempo.

Orfeo canta.
Su voz bendice nuestro camino.

¿Dónde está EurÍdice?
¿Cuan grande es el poder de Hades?
Princesa mía…
Respóndeme…
Te lo imploro…
¿Qué es todo esto?
¿Apenas un juego?
¿Una simple función de circo?

Orfeo canta.
Su voz bendice nuestro camino.

La luna llora sobre los astros.
Y se entrelazan nuestros cuerpos.
Alaridos de Horror.
Gemidos de Placer.
La vida es adiós perpetuo.
Nunca…
Jamás…
Tus labios pronuncien un adiós.

Orfeo canta.
Su voz bendice nuestro camino.

Pero…
Mira hacia el horizonte…
Asoman las estelas de los Sueños Olvidados.
Hacia lo Sagrado.
Más allá de los Campos Elíseos.
Los himeneos arden en los altares.

Orfeo canta.
Su voz bendice nuestro camino.

Mañana es hoy.
Y el Eterno Retorno, sólo una farsa.
El aire es puro.
En verdad que lo es.
Tú también lo sientes…
¿No es así?

Orfeo canta.
Su voz bendice nuestro camino.


Por los siglos de los siglos, por los eones de los eones.
Que las quimeras más lejanas sean nuestro reino.
El mismo reino que, desde su empobrecido Olimpo, envidian los Dioses.

Orfeo canta.
Su voz bendice nuestro camino.

Otoño


Maximiliano Basilio Cladakis

El viento sopla
aullando en su silencio.
Multitud de cruces
se extienden ante la vastedad
e infinidad de sueños.
mueren con melancolía.

Vacilantes sombras
dibujan los árboles.
Nombres ya olvidados
sobre el frío mármol
intentan sobrevivir.

Una flor nueva
creciendo entre lo estéril.
Vida y muerte
al unísono se conjugan,
como el odio y el amor
ligan su esencia.

Horas quedas,
angustiantes,
solitarias,
proyectan con sangre
aquel último adiós.

Tumbas


Maximiliano Basilio Cladakis

La mañana era fría y pálida. No había nubes pero el sol se mostraba melancólico, aletargado, más gris que amarillo. Marcelo caminaba con la cabeza gacha concentrando su mirada únicamente en las baldosas que desfilaban bajo sus pies. Llevaba un sobretodo negro que lo cubría hasta por debajo de las rodillas mientras una bufanda azul y una gorra de lana eran los encargados de ocultar parte de su rostro. Al comienzo de su marcha se había sentido un imbecil por haber olvidado los lentes de sol. No podía evitar sentirse observado. De tanto en tanto, echaba un vistazo a las paredes, a las puertas, a los árboles, a esa presencia invisible pero tangible que le devolvía la mirada.

El barrio, efectivamente, estaba ahí, prepotente, emergiendo desde el asfalto, desde el cemento de las veredas, indagándolo de la cabeza a los pies. Cada año encontraba nuevos cambios: una puerta enrejada, un primer piso en una casa antaño de planta baja, un kiosco convertido en remiseria, un Ka ocupando el lugar de un Sierra. Pero el barrio era el mismo, solo que ya no era el suyo.

Hacía diez años que se había marchado y el tiempo había transcurrido de manera paradójica. Por momentos tenía la impresión de que nunca había estado allí y que su vida se reducía a esa década, que todo lo anterior era un devaneo, un origen de lejanía mítica que nunca hubo de ser realmente. Otras veces, por el contrario, parecía que el ensueño eran esos diez años y que la partida no ocurrió sino como mera ilusión. Caminando nuevamente esas cuadras no se sentía seguro de una cosa ni de la otra.

Por primera vez en su travesía se detuvo. Levantó la vista y se dispuso a mirar una edificación de manera directa, sin esconderse. Si bien con cada esporádico regreso volvía a observar ese conjunto de ladrillos y cemento que alguna vez había llamado “hogar”, nunca dejaba de percatarse de que se había hecho todo lo posible para que este perdiera su encanto original. De los incontables “arreglos”, había uno que le llamaba poderosamente la atención. La fachada, que estaba compuesta por unos brillantes bloques de piedra, había sido pintada de blanco. Las marcas de los pinceles se abrían paso sobre las minúsculas partículas de algo parecido al vidrio y que por décadas habían dotado de luz a las piedras. La pintura quería ocultar la edad de las piedras y sin lugar a dudas cumplía su objetivo, siendo el precio a pagar bastante bajo: transformar lo pintoresco en vulgaridad y mal gusto. Marcelo imaginó el momento en que se había “lavado la cara” por primera vez a la casa como una batalla en que las pinceladas
vencieron a aquellas ínfimas gotitas de luz.

- Claro, cuesta menos que pulirlas- se dijo a sí mismo.

Indignado, decidió marcharse, no sin antes prometerse que no regresaría nunca más. Sin embargo, sabía que, como siempre, volvería a romper su palabra. Aquellas tumbas, y aquella tumba en particular, lo atraían de manera sádica e ineludible, más que ninguna otra cosa en el mundo.