miércoles, 9 de diciembre de 2009

El demonio


Maximiliano Basilio Cladakis

La película había terminado hacía rato. Matías ya se había encargado de rebobinar la cinta y de guardarla en su estuche. No tenía nada que hacer. Además, ya era tarde, más de las doce y media. Si bien al día siguiente no tenía que ir al colegio, no era habitual en él acostarse a esa hora. Sin embargo, seguía dando vueltas por la cocina. Giraba en torno a la mesa, se sentaba en una silla, luego se paraba, tomaba entre sus manos el muñeco de capa azul, imaginaba alguna aventura, luego lo soltaba, y así de nuevo, una y otra vez. De tanto en tanto, echaba una mirada de soslayo hacia la ventana de la puerta que daba al patio. Acto seguido, verificaba que el pasador estuviese correctamente trabado. El patio le encantaba de día. No era muy grande, pero las macetas y el pequeño jardín eran idóneos para que los soldados de plástico realizasen sus campañas. Sin embargo, a la noche, se le volvía un lugar terrorífico. Las plantas y macetas se convertían en sombras que muchas veces conformaban siluetas de apariencia fantasmal. El limonero adquiría un aspecto escalofriante, como si se tratase de un ser de otro mundo cuyos nudosos brazos podrían abalanzarse en cualquier momento sobre una persona. Con todo, lo que menos le gustaba era la escalera que daba a la terraza y la entrada al garaje, la cual no poseía puerta. Esos huecos eran como aperturas a un lugar que escapaba de su visión, un lugar de absoluta oscuridad, donde cualquier cosa podía estar escondiéndose. Sin lugar a dudas, hubiera preferido que una pared cerrase todo, que no hubiese nada que no se pudiera ver.

Esa noche, sus padres se habían acostado temprano. En las últimas semanas, la venta de autos había crecido bastante. Matías no sabía bien como interpretar eso, ya que, por momentos, sus padres parecían alegres, hablaban de las cosas que comprarían, de los cambios que realizarían sus vidas. Pero, por otros, se los notaba cansados y fastidiados; solían decir que el porcentaje de las comisiones era una miseria y que, de seguir así, habría que buscar otro trabajo a la vez que iniciar un juicio por los años “en negro”. A Matías lo confundía mucho esa ambigüedad. Las palabras de sus padres penetraban en él y se cristalizaban en una sustancia cuya consistencia era tan irrevocable como la del acero. Cada afirmación, incluso el juicio más mínimo hecho al pasar, se convertía en una sentencia absoluta, total, eterna. Los cambios de opinión, para Matías, representaban una crisis colosal. Tenía la sensación de que los cimientos del mundo se derrumbaban y que naufragaba en medio de un mar embravecido. Era habitual, por ejemplo, que su madre llegara de visitar a la tía Norma y comenzara a hablar de lo mal que esta tenía a la abuela, de cómo, de seguro, gastaba la pensión de viudez para mantener al vago que tenía por marido mientras que la “pobre vieja” se veía privada de cosas tan básicas como una dentadura decente. Al oír el tono indignado de su madre, al percibir el enojo justificado de sus palabras, la tía Norma se convertía, para Matías, en un ser abominable que merecía todo su odio. Sin embargo, había veces en que su madre volvía y hablaba de la tía Norma como de una victima de los caprichos y de la maldad de la abuela. “Pobre Norma, la vieja es muy jodida”, le escuchó decir más de una vez. Cuando ocurrían estas cosas, como también cuando sus padres discutían entre sí, Matías intentaba encontrar un sentido oculto a las palabras, algo que, debido a su edad se le debía estar escapando. Se esforzaba por descifrar aquello que subyacía a la aparente contradicción, hasta tal punto de pasar horas enteras en ello. Sin embargo, la mayoría de las veces estos esfuerzos concluían en el fracaso, dejando únicamente una sensación de malestar en el pecho.

Lentamente, Matías fue decidiendo irse a acostar. Afuera había comenzado a llover, se oía el viento soplando con fuerza y, de tanto en tanto, un trueno quebraba el silencio de la noche. Con gran meticulosidad, comenzó a llevar a cabo cada una de las tareas que siempre realizaba cuando era él el último en irse a dormir. Destrabó y trabó el pasador tres veces, hizo lo mismo con la llave de la puerta que daba al patio, apagó la hornalla de la cocina, tomó una silla a la que se subió para llegar a la llave de gas y poder cerrarla y luego acomodó las sillas alrededor de la mesa con la mayor simetría posible. Iba a apagar la televisión pero se detuvo al darse cuenta que faltaba algo. Abrió la puerta que daba al comedor y se dirigió hacia el pie de las escaleras que llevaban a la planta superior. Encendió las lámparas que se alzaban sobre estas y volvió a la cocina. Entonces sí, apagó la televisión y luego la luz de la cocina. Instantáneamente, se echó a correr por las escaleras, resistiendo la tentación de mirar hacia atrás.

Cuando llegó a su habitación encendió la luz y cerró la puerta. Fue hasta la cama y sentado sobre ella se puso la ropa de dormir. Aún con la puerta cerrada, llegaban hasta él los ronquidos de su padre. Por lo general, no escuchaba los de su madre, o bien, porque ella no roncaba, o bien porque, si lo hacía, su padre lo hacía tan fuerte que la tapaba. Desde hacía un tiempo, estos eran los únicos ronquidos que oía, pero, igualmente, todavía recordaba los de su abuela Olga, la madre de su padre. Aunque no recordaba solamente los ronquidos sino también las palabras incomprensible que decía en medio de la noche. A veces la abuela también se echaba a reír, otras veces lloraba. Durante el día solía estar callada, sólo pronunciaba algún que otro comentario o se quejaba de algún dolor. Era a la noche cuando ocurría lo otro. Matías al principio pensó que se trataba de fantasmas con los que su abuela entraba en contacto, pero luego escuchó a sus padres hablar de internación, de asilos, de salud mental, de un mal del cual no recordaba el nombre pero que parecía ser algo terrible. “La abuela está loca”, se decía a sí mismo, aunque sin comprender bien que significaba eso. La locura era, pues, otra “ambigüedad”. Por momentos, sus padres le adjudicaban a alguien el estatus de “loco” con una sonrisa en sus rostros, como si fuera algo bueno, pero, otras veces, en cambio, la palabra adquiría un significado opuesto, casi como un insulto.

Con el tiempo, lo que eran susurros se fueron transformando en gritos. Su padre se levantaba en medio de la noche, iba hasta la habitación de la abuela y se quedaba un rato con ella hasta que los gritos cesaran. Por esa época, las discusiones fueron aumentando. Matías veía a su madre llorar y la escuchaba diciéndole a su padre que no podían seguir así, que ya no aguantaba más. Incluso, lo mencionaba a él y acusaba a su marido de que todo esto trastornaría a su hijo ya que un niño no podía vivir en una situación así. Finalmente, la abuela se fue. A él le dijeron que la habían llevado a una casa linda, con un jardín grande y lleno de árboles, donde estaría junto a gente de su edad con la que se divertiría mucho. Una vez, Matías había ido con sus padres a visitarla. La abuela estaba sentada en un sillón en medio de algo parecido a un comedor gigante. No habló ni por un momento, sólo miraba la televisión, absorta en la noticias del día. Matías notaba como caía un hilo de baba por la comisura izquierda de sus labios. Cuando su padre se percató, hizo una broma que la abuela no pareció escuchar y la limpió con un pañuelo. A Matías ese sitio lo asustaba y quería irse cuanto antes. Rostros pálidos y demacrados, miradas perdidas en un punto fijo, cuerpos famélicos y arrugados que caminaban, apoyados en bastones, a paso lento, reclinados hacia delante mientras sus espaldas se contorsionaban conformando una joroba deforme. El fin de semana anterior, había visto una película sobre unos muertos que se levantaban de sus tumbas para devorar carne humana. Estas personas se parecían mucho a los seres monstruosos de la película, y, por un instante, temió que se arrojasen sobre él para devorarlo.

La lluvia se comenzó a transformarse en tormenta. Matías abrió la cama y se metió entre las sabanas. Había decidió dejar la luz encendida. El viento aullaba en la calle y por la ventana de la habitación podía verse cómo se sacudían las copas de los árboles. En el techo comenzó a formarse una mancha de humedad que siempre aparecía en los días de lluvia. Cada vez adquiría una forma distinta. A veces se asemejaba a la figura de una mujer, otras a un perro, otras al rostro de un anciano barbudo, otras no se asemejaban a nada que existiese en el mundo. Matías solía mirarla con atención, deteniéndose hasta en sus menores detalles. Esta vez, la mancha adquiría una forma que hasta entonces no había visto. Se trataba de un óvalo de contornos marrones. Dentro de este óvalo, por su parte, se podían entrever salpicaduras y trazos desparejos. A primera vista, podía pensarse que se trataba de un caos informe. Sin embargo, si se prestaba atención, se veían claramente los agujeros de los ojos y de la boca, el contorno de una nariz aguileña, unos pómulos salientes y agudos, incluso podía notarse la manera en que el trazo marrón se espesaba alrededor de la boca formando una tupida barba. Fuera del óvalo, arriba de los ojos, dos cuernos de contornos perfectos terminaban de constituir la forma de la figura.

Matías se quedó mirando fijamente el rostro del demonio por un largo rato. Se dio cuenta que, si bien era la primera vez que lo veía, no sería la última. Por el contrario, estaría con él hasta la muerte y sabía que nada podría hacer para evitarlo. Entonces se mordió con fuerza el labio inferior mientras un sabor salado se adueñaba de su paladar.

lunes, 30 de noviembre de 2009

¿Qué pasó con Mosca?


Un homenaje a El Eternauta

Julio Paz
Maximiliano Cladakis

Ya era de noche. Hacia más de una hora que estaba solo en el consultorio. La pobre Mariana me había ofrecido quedarse un rato más; pero me negué y la mandé para la casa. No había mucho que una secretaria pudiera hacer; era yo el que debía terminar de ordenar los estudios. Además, estaba muy cansada, se le notaba tanto en la mirada como en el tono de voz. No era para menos, llevaba haciendo horas extras casi un mes. Yo también notaba el desgaste. Había mucho trabajo. La ola de frío que azotaba Buenos Aires estaba causando estragos y las obras sociales derivaban gente a los consultorios privados. Venían en aluviones. Además del frío, la paranoia generada por la epidemia de gripe hacía que las personas realizasen consultas médicas por sólo dos estornudos. Si bien el beneficio económico era importante, me encontraba sumamente agotado. Por otra parte, también estaban Adriana y Romi. No pasaba el tiempo suficiente con ellas. El día anterior, con Adriana, habíamos cumplido ocho años de casados y apenas pudimos tomar una copa de vino antes de que quedara, más que dormido, casi muerto en el living.

Alrededor de las nueve y media, me levanté de la silla y caminé por la habitación. Sentía la necesidad imperiosa de estirar un poco las piernas. Di un par de vueltas alrededor del escritorio y la camilla; luego me detuve frente a la única ventana del cuarto. A unas cuadras se encontraba la Avenida Rivadavia. El consultorio estaba en un noveno piso; desde aquella altura solía ver el transitar ininterrumpido de colectivos, autos y peatones. Fuera la hora que fuera, día de semana, sábado, domingo, feriado, siempre había gente. Pero no entonces. Salvo algún ´53 o 133, o algún taxi solitario, no había nadie. El frío y la gripe, habían transformado la Paris de Latinoamérica en un desierto. Volví a tomar asiento, quería terminar lo antes posible y regresar a casa.

Habría pasado una media hora. Me hallaba examinando los valores de un exudado de fauces, cuando, repentinamente, un destello de luz brilló frente a mí. Solté los papeles y miré hacía el lado opuesto del escritorio. El contorno de una figura humana comenzaba a perfilarse en la silla donde solían sentarse los pacientes. Me froté los ojos, creyendo, por un segundo, que se trataba de una visión causada por el estrés. Sin embargo, mi creencia era infundada. Cuando volví a mirar, la figura seguía ahí, pero ya no se trataba de un contorno informe, sino que, por el contrario, se había materializado en una figura concreta.

Me quedé en silencio, incapaz de pronunciar palabra alguna e incapaz, también, de realizar el más mínimo movimiento. La situación se asemejaba a la escena de una película de terror o ciencia ficción. Un hombre, surgido de la nada, se encontraba frente a mí. Además, parecía tratarse de un demente. Agitaba los brazos como si quisiera apresar el aire mientras movía la cabeza hacía todas partes lanzando chillidos incomprensibles Hice un esfuerzo por salir del estupor. Me levanté de la silla y, sólo entonces, pareció percatarse de mi existencia.

- ¿Dónde estoy?- preguntó con la voz entrecortada.

No respondí su pregunta. Nuevamente miró hacia todas partes con una expresión de terror atravesando su rostro de punta a punta. Su vista pasaba vertiginosamente del techo al suelo, del suelo a las paredes, y así varias veces. Se levantó, de súbito, de la silla y comenzó a gritar de manera desesperada. Arrojó al suelo las cosas que había sobre el escritorio, carpetas, historias clínicas, una lámpara y un portarretratos con la foto de Adriana y Romi. Yo me eché hacia atrás y casi me fui al piso al tropezar con mi silla. Unos segundos después, dejó de gritar, apoyó sus manos sobre el escritorio, con la cabeza gacha y respirando en forma agitada. Volvió a preguntarme donde estaba, a lo que esta vez agregó querer saber en que año nos encontrábamos. Esta vez le respondí.

- Estamos en Buenos Aires, es el año 2009 - dije.

Al escuchar mis palabras, me miró con aire extrañado. Se quedó un momento en silencio, pensativo. Entonces lo observé con mayor atención. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, delgado y de aspecto débil. Llevaba la barba a medio crecer, debajo de sus gafas asomaban unas profundas ojeras que evidenciaban un cansancio extremo. La ropa que vestía, además de encontrarse sucia y hecha jirones, parecía sacada de una película de los años ´50 o ´60: una bufanda negra, una cazadora que le llegaba a los muslos, mocasines parecidos a los que usaba mi padre en las fotos de su juventud.

Volvió a gritar. Luego, se arrojó sobre el escritorio y me tomó fuertemente de los hombros. Decía cosas incomprensibles. Quería saber que había pasado con la “Invasión”. De manera caótica nombraba a los “manos”, a los “Ellos”, a la “nevada mortal”. No tuve dudas que se trataba de un demente. Quise librarme de sus manos, pero era más fuerte de lo que parecía a simple vista. Me apretaba de tal manera que sentí mis músculos deshacerse bajo sus dedos.

- ¡Basta! ¡Usted está loco! ¡Está hablando de una historieta! ¡No hubo ninguna invasión! ¡Suélteme! – Grité y él, finalmente, me soltó.

Me apoyé contra la pared y me froté los hombros con las manos. Él retrocedió unos pasos, hasta la camilla. Se sentó en ella. Estaba aturdido. Ocultó el rostro entre las manos y me dio la impresión de que estaba llorando. Al verlo de esa manera, el temor fue cediendo a la compasión. No se bien porqué pero tuve, en ese momento, la certeza de que no se trataba de un sujeto peligroso. Acomodé mi camisa y fui a su lado.

Continuaba hablando sobre la “Invasión”, decía que, hasta hacía unos minutos, se encontraba en 1957 y que no comprendía porqué, de repente, se vio a más de cincuenta años en el futuro. Comencé a hablarle con la intención de calmarlo. Le dije que lo ayudaría, que tenía psiquiatras amigos y que, con el tratamiento adecuado, volvería a estar bien. La “Invasión”, los “Ellos”, los “manos”, no eran más que el fruto del genio de Oesterheld. Le confesé que había leído la historieta de niño y que me había impactado mucho. Le conté, también, la manera en que jugaba a ser Juan Salvo, la forma en que me imaginaba recorriendo la Buenos Aires cubierta por la nieve mortal, equipado con el traje de buzo, y preparado para enfrentar cualquier peligro, tanto si se trataba de algún otro sobreviviente deseoso de robar las provisiones de mi grupo, como si se trataba de los “cascarudos gigantes”.

Volvió la vista hacia mí.

- ¿Una historieta? No entiendo lo está diciendo- dijo- Yo estuve ahí. Estuve con Salvo y los demás. Mi tarea era documentar lo que pasaba, dejar asentado para la posteridad los detalles de nuestra lucha. Claro, siempre y cuando hubiese una posteridad. Al principio estaba seguro de ello, luego ya no. Yo estuve ahí- repitió- En la batalla de la cancha de River, en la del Congreso. Vi el mundo destruido, la nevada mortal, las calles cubiertas de cadáveres, la esclavitud de los “Manos”. Vi todo… ¡todo!

Volvió a guardar silencio. Bajó la mirada y la clavó en sus manos. Me di cuenta, entonces, que ese hombre creía ser “Mosca”, el frustrado historiador que aparecía en la historieta. Por primera vez, me atreví a tocarlo. Palmeé su espalda a la vez que me sentaba a su lado. Intenté que volviese a la realidad.

- Escúcheme… Mosca era un personaje de la historieta. Miré, si usted fuese ese personaje, no podría estar acá. En la historieta, a Mosca lo habían convertido en uno de los hombres robots ¿Recuerda?

- Dice eso porqué no sabe lo que pasó después- respondió sin dejar de mirarse las manos- Es cierto que me habían capturado y que me obligaron a empuñar un fusil cuya culata tenía el teledirector, ese aparato que usaban los “manos” para controlarnos. Pero lo que ocurrió más tarde fue que, sorpresivamente, a todos los que fuimos convertidos en hombres robots, nos sacaron ese aparato; porque los verdaderos objetivos de esa supuesta invasión eran otros… Recuerdo que ya nos habían sacado el teledirector y nos estaban haciendo experimentos. Fue en una de esas ocasiones, cuando junté valor y pude escaparme. Y al entrar a la astronave moví al azar varias palancas. En ese momento, todo comenzó a distorsionarse a mi alrededor y después aparecí aquí

Hizo una pausa y me miró nuevamente.

- ¿Sabe que buscaban los “Ellos”?- continúo- En todo momento nos ponían a prueba porque querían procrear. La nevada, los cascarudos, los gurbos, no eran otra cosa que pruebas. Evaluaban qué raza era la óptima para formar una nueva raza de “Ellos”. Éramos sus conejitos de indias.

Guardé silenció. Por más que intenté disimularlo, mi rostro habrá expresado tanto mi incredulidad y mi idea sobre su locura que él se percató de mis pensamientos.

- Sé que no me cree. Lo puedo ver en su mirada. Piensa que estoy loco. Sin embargo, ¿Cómo es posible que haya aparecido en este consultorio, frente a usted, así, de la nada? Otra cosa… mire…

Se levantó las mangas de la cazadora y me mostró los brazos. Eran normales, no había nada extraño en ellos. Sin embargo, él los mostraba como si fueran portadores de una maldición indecible.

- Pero todavía no le conté lo peor- volvió a hablar mientras se bajaba las mangas de la cazadora - ¿Quiere saber de quienes descienden los “Ellos”? Un escritor norteamericano de cuentos de terror del 1900, admirador de Poe, conocía a esos seres…Yo los vi y escuché sus voces…. eran unos sonidos guturales e inhumanos…decían algo así como “tekeli-li”…

Al pronunciar esa última e ininteligible palabra se echó a llorar. Una vez más, presa del horror, miró sus manos y brazos.

- ¡No puedo vivir con todo esto! ¡No lo soporto más!- gritó.
Mi profesión me había enseñado a lidiar con la enfermedad y hasta con la muerte de las demás personas; sin embargo, la locura siempre me afectó. Más de una vez, afirmé que jamás podría haber sido siquiatra. Al ver a ese hombre estallar en llanto, victima de una locura probablemente incurable, no pude evitar convulsionarme. Quería hacer que se calmara, pero no sabía cómo. Me sentía absolutamente impotente.

Apoyé mi mano en su hombro pero él me la quitó con un gesto brusco e instintivo. Se paró frente a mí.

- ¡No puedo vivir con todo esto! ¡No lo soporto más!- gritó nuevamente.

- ¡No es una historieta! ¡Ojala lo fuera! ¡Lo que pasó en mi realidad también puede pasar en la suya! ¡Los “Ellos” están en todas partes!
Apenas terminó de pronunciar esas palabras miró hacia la ventana. Adiviné su intención, pero fue demasiado tarde. Cuando me levanté, ya se había arrojado por ella haciendo estallar los vidrios por todas partes.

Al cabo de unos minutos llegó la policía. Me tomaron declaración, pero no creyeron lo que dije acerca de la inexplicable aparición de ese hombre. Dijeron que me encontraba en estado de shock por la irrupción de un psicótico en mi consultorio. En cierta medida, me convencí de que tenían razón. A eso habría que sumarle el estrés producido por el exceso de trabajo. Cansancio y miedo, eso es lo que había pasado. La teletransportación sólo existe en las historietas de ciencia ficción. Si mi mente me estaba jugando una mala pasada, debía tomarme unos días de descanso. Creí que eso era lo que me hacía falta, estar en casa, con Adriana y con Romi, disfrutar de mi familia como cualquier otro hombre. Así fue. Si bien por momentos recordaba con escalofríos lo que había ocurrido, sólo era por unos minutos. Escuchar las risas de mis dos amores me devolvía a la realidad, una realidad donde no había invasiones extraterrestres ni locuras de ese tipo. La ola de frío continuó y los muertos por la epidemia de gripe se contaban por miles; sin embargo no me importaba. Sólo me importaba volver a estar bien.

Así fue, dije, pero sólo por una semana. Tenía un colega amigo que trabajaba en la morgue al cual le pedí un favor. Le había pedido que sacara unas radiografías de las manos y brazos del demente que se creía Mosca y hoy a la tarde me las entregó. Recién ahora, mientras ellas duermen, me atrevo a verlas. Jamás me topé con algo así en mi vida, es inhumano, antinatural, la broma grotesca de un dios demente. Las radiografías muestran una enorme cantidad de pequeñas formaciones óseas que recorren los costados de la mano y del brazo. Son como pequeños dedos en formación que emergen por centenares. Siento que el mundo se vuelve una pesadilla, quiero salir a la calle, huir hacia cualquier sitio, evitar perder la cordura.

Pero, cuando abro la puerta de calle, me doy cuenta, con horror, que ha comenzado a nevar.













lunes, 15 de junio de 2009

Al Che



Maximiliano Basilio Cladakis

Acordes latinos.
Voces populares.
Tu foto. Tu mítica foto.
Y la mirada clavada en el horizonte.

La Vida en vos fue más Vida.
Por las venas no corrió sólo sangre.
Valor. Sacrificio. Coraje.
Y Amor. Sobre todo Amor.
Que dotó de sentido a este gigantesco Sinsentido.

¡Sí, tu amor!
Tu amor absoluto y avasallante
Fue lo que nos hizo hombres.

Tomaste tu fusil
Y nosotros tomamos los nuestros.
Te seguimos hacia selvas de justicia.
Hacia desiertos de libertad.
Cruzamos arroyos. Trepamos a los montes.
Y cada batalla nos acercaba más al Edén.


Pero te mataron.
Como después nos mataron a todos.
Los asesinos. Los traidores. Las bestias.
Lanzaron su odio contra nosotros.
Y no tuvieron piedad.

Las bestias jamás tienen piedad.

Te mataron.
Nos mataron.
Y dijeron que estábamos equivocados.
Se rieron mucho.
Festejaron en banquetes voluptuosos.
“La Historia había llegado a su fin” dijeron.

Te mataron.
Nos mataron.
O al menos eso creyeron.
Porque estaban las Madres,
Estaban las Abuelas.
Después vinieron los HIJOS.
Los de acá y los del exilio.
Y estaba el Pueblo.
El Pueblo al que se lo puede pisotear y engañar
Pero que siempre despierta.

No. No te mataron, ni nos mataron.
America fue golpeada, humillada, violada.
Pero América se volvió a levantar.
Nuestra America. No la otra.
La America por la que vos luchaste.
No la de las Bestias.

Mirá a Venezuela.
A Bolivia.
A Ecuador.
Al Salvador.
A la Argentina.
A tu Argentina.
Que tanto amaste.
Nuevamente llevan en alto tus banderas.
Y esta vez no nos van a ganar.

Las bestias nunca más nos van a ganar.

Amigo, hermano, padre, compañero, maestro.
El Destino es nuestro.
Tuyo, mío, de nosotros.
Y tu luz nos guiará hasta el final.






martes, 24 de marzo de 2009

Patria (24 de marzo de 2009)


Natalia Paola Manzano

No es mi patria
la de panem et circenses
la de quienes solo se aterran
si se mata a quien tiene dinero
y desconocen a los muertos ajenos.

Es mi patria
la de quienes saben
que hoy se cumplen los años de Cristo
y ya ha de bajarse la cruz.
Iustitia hic et nunc:
más que los pútridos muertos vivientes
siempre podrán los Vivos.

viernes, 20 de febrero de 2009

Entre el mar y la noche


Maximiliano Basilio Cladakis

La noche es perfecta. Hace casi una hora que me encuentro echado en la arena y podría seguir así varias más. Las estrellas parecen sonreír y la luna se muestra en su plenitud, con una tonalidad anaranjada como pocas veces vi. El canto de las olas acariciando la playa es una sinfonía que parece querer envolverme en una embriagadora somnolencia. No me resisto; por el contrario, me dejo llevar por aquella arcana melodía para que mi mente se extravíe en las profundas ciénagas de Hipnos.


Me siento dichoso, imbuido en una especie de paz perpetua, sin embargo, al cabo de un rato, el sonido de unos pasos deslizándose por la arena me hace volver en mí. Una dicha distinta, más plena, más real, absoluta se apodera en este momento de mi alma. Es ella; reconozco su andar con solo oírlo. Me levanto, sacudo un poco la arena de mi ropa y me dispongo a contemplarla.


Avanza de manera lenta pero segura. Se ve hermosa, como siempre. La forma en que su cabello oscuro contrasta con la blancura de su piel es algo conmovedor, jamás me cansaré de apreciarlo. A través de un vestido rosa entreveo el contorno de un cuerpo perfecto que parece haber sido obra de la misma afrodita. Su cintura, sus piernas, sus brazos, pues, solo pueden ser comprendidos como creados por una deidad. A medida que se acerca, su sonrisa se vuelve más nítida. Sus ojos reflejan el brillo de los miles de astros que resplandecen sobre nosotros. Me doy cuenta entonces que lleva una gargantilla en el cuello. Nunca se la había visto pero me gusta en demasía. No existe objeto en el mundo que sobre su piel no se vea sublime; la menor de las bagatelas, usada por ella, se transformaría en una joya de culto.


Llega hasta mí sin decir nada, yo tampoco me atrevo a quebrar el silencio; no hacemos sino mirarnos. Se hunde en mis ojos y yo hago lo mismo en los suyos. Nos abrazamos. Ninguno de los dos puede evitar derramar algunas lágrimas. Nos mantenemos así algunos momentos pero luego ella se aparta. Retrocede unos metros para, desde la distancia, mirarme fijamente mientras se quita el vestido, dejándose, empero, el ornato que rodea su cuello. En su rostro no se vislumbra sino una entrega total, dándome a entender que todo lo que veo me pertenece. Me quedo inmóvil, estupefacto, embriagado por la emoción, por el orgullo. Los tenues rayos de la luna se abalanzan sobre sus senos deseando poseerlos; sin embargo no siento celos, sé muy bien que son solo míos.


Se recuesta en la arena. Continúo observándola unos momentos hasta que yo también me quito la ropa y voy a su lado. Me inclino sobre su cuerpo a la vez que sus piernas se abren invitándome a morar entre ellas. Me repito una y otra vez que soy el hombre más afortunado del mundo. Beso sus labios, sus mejillas, sus parpados, como si en ello se me fuera la vida. El latido de nuestros corazones se va acelerando a cada instante y nuestros suspiros se van convirtiendo en ahogados gemidos. Penetro en lo más íntimo de su feminidad en tanto ella penetra en lo más íntimo de mi masculinidad. Nos volvemos un mismo ser. Agonizamos, incluso, en el mismo instante.


Unos minutos después ella apoya su cabeza sobre mi pecho y toma mi mano. La satisfacción del deseo no quebró nuestra unión sino todo lo contrario. Acaricio su cabello mientras ambos contemplamos el firmamento. El infinito nos observa y nosotros lo observamos a él. La luna da la impresión de brillar cada vez con mayor intensidad como si al vernos sus fuerzas aumentaran. Se que ella se encuentra conmovida; lo noto en la manera en que aprieta mi mano más apasionadamente. De repente, oigo su voz por primera vez en lo que va de la noche. Entona un antiguo himno que nunca antes había escuchado.


La canción es en griego arcaico. Si bien es muy poco lo que comprendo de esa lengua me doy cuenta que está dirigida a la luna. Sin embargo esta no aparece bajo dicho nombre ni tampoco es presentada como un estéril cuerpo que orbita alrededor de la Tierra debido a una absurda ley de gravedad. Melodías y palabras retratan a una diosa viva que vela por sus adoradores, que da cobijo en las noches de desesperanza, que une a los amantes en la distancia. La belleza que irradian es inigualable. Aún sin comprender todos lo vocablos tengo una visión exacta de lo que se narra. Por momentos, incluso, me parece estar viajando hacia aquellas edades pretéritas mucho más nobles que las actuales. Ambos vestimos largas túnicas blancas. Un coro de nereidas nos rodea mientras reposamos a orillas del Egeo. No la luna, sino Selene nos cuida desde su trono, en lo alto del cielo. Bajo su amparo reinamos eternamente sobre centauros, ninfas, faunos. El tiempo es presente continuo, una noche continua, en la que ni por un segundo nos separamos.


Las horas transcurren, ella prosigue su canto y yo la escucho hipnotizado como Odiseo a las sirenas, con la diferencia que, en vez de la condena, su voz porta la redención, el mágico elixir que dota de sentido a ese gigantesco sin sentido que llamamos vida. Tengo la absoluta certeza de que la felicidad no es sino esto.


Cuando desde el horizonte comienza a vislumbrarse la aurora, su cantar se detiene. La luna inicia un lento desvanecimiento volviéndose a cada momento más lejana, menos visible. Ella voltea la cabeza para mirarme a los ojos y noto en ellos la misma tristeza que ensombrece mi corazón. Me percato que, al igual que yo, realiza esfuerzos titánicos para no llorar. Se pone de pie y vuelve a vestirse. Yo sigo recostado sin dejar de observarla. Ella se queda un rato mirando hacia el lejano este, de espaldas a mí. El sol está a punto de asomarse. Siento un terrible dolor desplegarse en mi pecho.


Las voces de la ciudad empiezan a dejarse oír detrás de nosotros. Los astros se van extinguiendo al tiempo que el cielo va perdiendo su oscuridad. Un azul que se anuncia de tono pastel va expulsando las tinieblas de manera triunfante. Todo se vuelve más claro, todo adquiere un movimiento hasta entonces ausente. Un sordo bramido que no es el de la naturaleza penetra en mis oídos lacerando mi espíritu con una crueldad implacable.


Ella regresa hacia donde yo me hallo. Se agacha y me mira a los ojos. Tengo miedo, no me atrevo de enfrentarme a sus ojos, bajo la cabeza. Toma mi rostro con suavidad para levantarlo. Entonces reúno todo mi valor para poder mirarla sin quebrarme.


- Recuerda que siempre estaremos juntos. No hay nada que pueda separarnos. Yo soy tu sueño, tú eres el mío- Me dice hablando con una convicción tal que incluso el mayor de los héroes envidiaría.


Luego me besa y nuevamente se levanta. Me gustaría decir algo pero sé que con apenas abrir la boca me echaría a llorar como un niño. Se encamina hacía el mar con la frente en alto, aceptando el destino estoicamente. Cada paso que da es una puñalada que se clava sobre mi corazón, cada metro que se aleja es un metro que más próximo estoy de la muerte.


Finalmente, al verla desaparecer entre las olas las lágrimas inundan mis mejillas.


- Ella es mi sueño, yo soy el suyo- me voy repitiendo mientras me marcho de la playa y maldigo cada segundo en que estamos separados.

Pasa el tiempo...


Maximiliano Basilio Cladakis

Pasa el tiempo,
envejece la carne
mas tu recuerdo
sobre un herido pecho
permanece de pie.

Lejos
los días quedan
donde fluía
aquél bendito manantial.
Aguas maravillosas
corriendo libres
através de la vida.

Sangre de mi alma,
estrella de halo mágico,
el lúgubre otoño
ha puesto fin
a miles de quimeras.

En las noches
gime el terrible dolor
y canta el silencio
su último himno,
mientras desfallezco,
cansado,
de fuerzas exento,
abrazado a tu cruz.

Aquel ángel



Maximiliano Basilio Cladakis

Ante mis ojos una virgen se eleva con excelsa beatitud. Firme e impasible, verla me hace detener frente a una escena que siempre intento evitar pero que hoy me cautiva hipnóticamente.

La joven alzase, majestuosa, por encima de una enardecida multitud y puedo jurar que nunca vi tanta belleza reunida en un ser como la que su visión ofrece ahora. Tanta es que ni los harapos que viste ni las sangrantes heridas grabadas sobre su piel pueden opacarla en lo más mínimo. Sin embargo no es esto lo que más me fascina en esta doncella condenada, sino la dignidad con que sobrelleva su funesta situación. Escupida e injuriada, acribillada por torrentes de piedras y frutas podridas, mantiene la frente alta en un acto de estoicismo que incluso el más estoico de los estoicos envidiaría.

Su mirada recorre los rostros de la multitud que la rodea. Lo hace con indiferencia, con apatía, restándole importancia a esos seres colmados de odio y resentimiento. Hasta que se encuentra con la mía y en ese instante nuestras almas se unen en una extraña congregación.

Mágicamente me veo en ella y ella así se ve en mí. Nuestras vidas, nuestras historias y tragedias, son las mismas. Yo soy ella, ella es yo. Ambos somos herejes en un mundo enfermo, lo comprendemos al observarnos y al oír los rugidos de la piara sedienta de sangre. Instantáneamente un súbito furor se apodera de mi espíritu y tomo la desición de liberarla o al menos morir a su lado intentándolo. Pienso que, quizá con algo de suerte, sea capaz de llegar a rozar sus pies o sus manos, sentir aunque sea por unos segundos la calidez de su piel. Pero ella se da cuenta y me ruega sin palabras que no lo haga pues necesita que alguien la recuerde. No sin esfuerzo depongo mi deseo mientras continuo observándola, uniéndome a ella en cada segundo, convirtiéndonos en una misma alma
habitando cuerpos separados.

Finalmente nuestra profana unión se quiebra al ser su delicado cuerpo devorado por las llamas. La masa ríe de manera grotesca deleitándose con el sufrimiento de ese ser tan superior a ellos, de aquel ángel que expira sin queja ni súplica alguna. Lleno de asco, odio y dolor, me voy para dejar atrás, de una vez por todas a una humanidad baja y miserable que no vale absolutamente nada.

Libertad



Maximiliano Basilio Cladakis

El valle se muestra desierto, abandonado. El sol del crepúsculo baña en sangre las montañas que le circundan, los árboles que pueblan su terreno. Puedo respirar una extraña e irreal atmósfera. Hay silencio, mucho silencio, tanto que un fuerte zumbido penetra mis oídos. Miro el firmamento y ni una sola ave vuela por encima de mí.


Ignoro como llegué hasta aquí, ni siquiera sé en que lugar del mundo me hallo con exactitud. Marché a la deriva como un náufrago después de la tempestad pero no sé por cuanto tiempo lo hice. Quizás un día, quizás un año, quizás una hora. No lo sé. Igualmente creo que eso no importa, que nada de eso importa en absoluto.


Camino sin apuro, aletargado, mientras una increíble sensación de paz embriaga mi ser. No es la paz del hombre que hizo lo que debía... ¡Ojala lo fuera! Sino la de aquel que sabe lo que hará.


Me detengo un instante para sentir la frescura de la suave brisa que comienza a soplar. Por un instante tengo frío y mis músculos se tensan. Pero luego decido no resistirme, para así convertir lo no deseado en deseado. Ahogo un suspiro y relajo mi cuerpo en tanto logro mantener el control. Tal vez ahora no sirva de mucho y eso hubiera debido hacerlo cuando era realmente necesario; pero igual elijo hacerlo. Y en última instancia no hay más que elecciones.


La brisa levanta algo de polvo y al observar esto no puedo evitar pensar en mi patria enfrentándose a una fuerza cientos de veces más grande. Pero, a diferencia del polvo, nosotros decidimos que el Enemigo no nos manejaría a voluntad. Como hombres libres que somos, o, mejor dicho, que fuimos, decidimos luchar aún cuando nadie se atreviera a hacerlo.


¿Decidimos, dije? …se me hace imposible no sonreír. Es irónico porqué al incluirme yo también en la acción estoy, al mismo tiempo, diciendo la verdad y mintiendo. Ciertamente, en una primera instancia, marché orgulloso a defender a mi pueblo… pero ¿luego que?¿Acaso seguí manteniendo la decisión tomada?¿O lo que hice, no fue optar nuevamente cuando ningún otro lo hizo.

No se bien porque pero levanto mi vista y clavo la mirada en el sol poniente. Enceguezco durante unos segundos y el fulgor me recuerda la sangre vertida en el campo de batalla. Nuestro lema era “vencer o morir”. Yo no vencí ni morí, sino que al verme sin nadie vivo a mi lado me eché a la fuga.


Clavo la empuñadura de mi espada en la tierra mientras el sol se oculta tras las montañas para luego dejarme caer sobre su filo. No me siento digno de decir “adiós” y por ello no lo hago.

Ariadna


Maximiliano Basilio Cladakis

El viento sopló
y se estremeció la tierra.
Como en una tempestad
el pasado
se deshizo junto al futuro.

Marché a la deriva,
entre las sombras,
sin asidero ni arraigo.
Miré hacia el firmamento
pero ningún destino
señalaban los astros.

En mi mayor tropiezo,
en mi mayor caída,
sólo estabas vos.
Aún hoy,
sólo estás vos,
guiándome
a través del laberinto
como Ariadna a Teseo.

Sos mi Ariadna,
la única Ariadna
que es capaz
de librarme de la muerte.

Popota y Ornitorrinco





















Natalia Paola Manzano

- Popota rima con derrota, no sé si te fijaste alguna vez.

- Estás envidioso: esa es la única verdad. Yo soy un gato negro de pelo luciente y suave, famoso catador de vinos y de arenques mientras que vos sos un completo inútil. Además, sacame una curiosidad, ¿sos un pato o un oso? Tenés un pico de pato y un cuerpo de oso. ¡Sos un monstruo, Ornitorrinco!

- Más monstruo serás vos.

- Me voy a presentar a las elecciones y cuando gane voy a hacer que esté prohibido ser ornitorrinco. Tendrás que disfrazarte de pato obeso.

- Nunca vas a ganar gato malvado: ¡Popota rima con derrota!


- Ahí te equivocás: porque a Popota, ¡todo el mundo lo vota!

Halys


Natalia Paola Manzano


Había una vez una hadita de la nieve que vivía en una triste y oscura zona de confín. Había visto en su vida sólo nieve. No sabía lo que eran los árboles, el pasto, el canto de los ruiseñores, el chapotear del agua en una puesta de sol estival. Todo era blanco, gélido y helado. Todo era muerte y ausencia de color. La hadita había nacido de un copo de nieve el día en el que los reyes se habían casado. Solía la helada lluvía aumentar en ocasión de un solemne festejo, fuera cual fuera, y, cuando esto ocurría, muchas haditas tomaban vida. Sin embargo la nuestra había tenido una indecible mala suerte ya que había nacido en una franja de tierra (aunque, a decir verdad, la tierra no se veía en absoluto por lo mucho que estaba cubierta por esa implacable capa de nieve) situada en el confín entre dos países enemigos y rivales en la que no había ni un alma. Halys, así se llamaba el hada, había vivido siempre sola y no había hablado nunca con nadie. Sólo una vez había encontrado a un armiño y su alegría había sido tan grande como la bóveda celeste, como todos los mares de todos los océanos de todos los infinitos mundos. Sin embargo, dicho sentimiento, se había convertido pronto en decepción y desaliento ya que el armiño se había demostrado increíblemente adusto y maleducado y, cuando ella le preguntó quién era y de dónde venía, le había contestado con un soplo de violencia y rencor seguido por un brinco ágil que lo perdió en el cercano bosque de hielo. Halys era sola y blanca, blanca y sola. Ebúrnea era su piel y cándido su ropaje. Negros como el más profundo mar eran sus cabellos, azules como el cielo frío sus ojos. Cumplía ella su deber con esmero y ἀκρίβεια. Entonaba el canto de la nieve matutina en cada amanecer del sol dando las gracias a la aurora y saludando las somnolientas estrellas. Llegada la noche danzaba por el encuentro del Sol y de la Luna volviéndose viento leve y armonioso. Esta era la vida de Halys y nadie hubiera podido decir si era feliz ya que nadie podía verla.

Una mañana la hadita se despertó de sobresalto gritando como un animal degollado cuyos riachuelos de sangre se derraman por la metálica nieve invernal. Había soñado con un sol candente, no ese astro gris que solía acoger con notas cristalinas, sino una esfera de fuego que había derretido toda la densa capa de los parajes lejanos y cercanos transformándola en algo caliente y húmedo, sumergiéndose en el cual no era posible respirar. “Agua” –dijo en voz alta- “Esa debe de ser el agua ”. Miró a su alrededor y se dijo que había tenido una pesadilla, que la realidad era reconfortante y acogedora y que todo iría bien.

A la noche siguiente tuvo el mismo sueño pero, esta vez, en el medio del agua, flotando y meciéndose, había algo grande y verde: una hoja. Halys se despertó de sobresalto pero sin gritar: estaba feliz. El sueño la había reconfortado como nada nunca había podido hacerlo y, abriendo los ojos y percibiendo la realidad, su corazón fue atravesado por el dolor y el frío. Por primera vez Halys sintió frío. Cerró, pues, los ojos y siguió soñando: en la hoja estaba sentado un joven elfo de piel rosada y sonrisa de sol que le dijo: “Ven conmigo, adonde podrás ser feliz”. Por primera vez Halys sintió calor. El calor y la calidez de otro ser que la llamaba a la vida. Supo que el infierno de hielo se había desvanecido y que había llegado la hora de nacer.

Pequeña y débil


Maximiliano Basilio Cladakis

Pequeña y débil.
Entrelazada con el infinito.
Su piel cobija el viento de la noche.
Y sus labios suspiran.
Suspiros de un sueño.
Suspiros de una promesa quebrada.

La Patria está lejos.
No hay Patria que la resguarde de la pena.
Cabellos oscuros.
Mirada triste de niña triste.
Selene no ríe.
Selene tampoco llora.

La felicidad es un recuerdo.
Un cielo azul sobre un mar azul.
Ositos de peluche que la abrazan.
Ella ríe, juega, vive, sueña.
El Cascanueces, la danza, un piano eterno.

¿Por qué es tan inefable el dolor? - (Ella se pregunta)
Y la Muerte Golpea.
La Muerte que siempre Golpea.
Sangre y lágrimas.
Mientras él se aleja entre las sombras


La carne duele.
El espíritu se quiebra.
Inocente. Culpable.
Cronos devorando a sus hijos.
El nudo en la garganta.
Las palabras que se atoran.

Dios habita en las torres.


Dios no la oye.
Dios la juzga.
Dios la condena.
Dios la somete.

Dios no existe.

Para los desterrados…
Para ella…

Dios nunca existió.

Para los desterrados…
Para ella…

Dios nunca existirá.

En el exilio.
Cada caída es el Infierno.

La partida


Maximiliano Basilio Cladakis

Damián se levantó de la silla. La música seguía alta. Sobre el pequeño y humilde escenario un guitarrista, un tecladista y un baterista continuaban tocando sus instrumentos. La mayoría de la gente también comenzaba a pararse. Mientras retiraba el sacón de cuero negro del respaldo de su asiento, la anciana que estaba a su lado se le acercó y lo abrazó. Damián sonrió y también la abrazó. La anciana le susurró, conmovida, unas incomprensibles palabras al oído. Luego se separó de él, le tomó el rostro con las manos y le besó ambas mejillas.

Tras separarse de ella, Damián se dirigió hacia las mesas que se encontraban sobre el ala derecha de la entrada, a unos pocos metros de la puerta de dos hojas. Tres tablones de madera montados sobre unos caballetes también de madera se encontraban cubiertos por manteles dispares. Unos eran azules con recuadros negros y blancos, otros rosados con rombos anaranjados, otros blancos con flores bordadas con hilos del mismo color. Sobre ellos reposaban vasos de plásticos, termos con café y té ya hechos, platos con bizcochuelos, pasta frola y tartas de ricota, botellas de gaseosas, principalmente de sabor a cola o a lima limón, sándwiches de miga, empanadas y algunas pizzas caseras.

Un hombre lo vio y le hizo señas para que se acercara. Tenía alrededor de cincuenta años, llevaba bigotes negros y en su cabellera ya empezaban a asomar algunas canas. Era alto y robusto, de cuello ancho y de mandíbula prominente, un hombre fuerte, sin lugar a dudas. Damián fue hacia él. Este le estrechó la mano y palmeó su espalda con afecto. Ambos se “dieron” bendiciones. Damián le preguntó por sus “cosas”, trabajo familia, etc. El hombre le señaló hacia el otro rincón del recinto, frente a los parlantes, al lado del escenario. Ahí estaba su mujer, o la “gorda” como él la nombró, y junto a ella estaba “la nena”, una adolescente de diecisiete años. “Gracias a Dios está todo bien, hermanito”, dijo.

Hablaron un poco hasta que otro hombre se les acercó. También rondaba los cincuenta años. Saludó a ambos, sin embargo, su insipiente charla se dirigía principalmente al de su edad. Damián no los quería incomodar. Apenas tenía veintiocho años, era lógico que ellos tuvieran más cosas en común, más temas de charla. Saludó tímidamente, diciendo “después nos vemos”. Ambos sonrieron. “Después nos vemos, hermanito”, le dijo el hombre de bigotes.

Damián llegó a la mesa. Saludó a unas mujeres mayores que le invitaron a que se sirviera lo que quisiera. Él aceptó la invitación sin reparos. Tomó un termo con café y se sirvió en un vaso de plástico. Le agregó dos cucharadas de azúcar, para luego tomar una porción de tarta de ricota. Mientras comía y bebía se dispuso a mirar a su alrededor. La música ya no sonaba. Los músicos se encontraban guardando sus instrumentos. La gente se reunía en grupos de cuatro o cinco personas. Hablaban de los temas más diversos, algunos reían, otros mantenían una expresión solemne. Las edades eran también muy diversas. Adolescentes, adultos, ancianos. Había, además, muchos niños. Corrían y jugaban entre el centenar de sillas vacías. En su mayoría eran gente humilde, aunque hubiera algunas personas de clase media. Con todo, vestían de manera impecable. Muchos hombres llevaban traje; y si no, camisa y pantalones bien cuidados. La mayoría de las mujeres llevaban polleras largas y alguna blusa o pulóver. Tal vez se tratase de prendas baratas, pero se veía un esfuerzo por vestirse lo más elegantemente posible, a pesar de las dificultades económicas. En total serían alrededor de ochenta personas. El recinto era amplio, de techo alto. Paredes blancas, adornadas, aquí y allá, con carteles en donde se hallaban escritas algunas frases bíblicas. Había mucha luz y varias estufas se encontraban prendidas para contrarrestar el frío invernal. Al fondo del lugar, sobre el escenario, había un púlpito transparente. Detrás de este se alzaba, imponente, una cruz de madera de unos dos metros de altura, sobre la cual se erguía un deslumbrante manto rojo.

Damián estuvo así unos momentos hasta que vio a un joven aproximarse a él. Entonces fue a su encuentro y se abrazaron fraternalmente. El joven era algo más chico, unos ocho o nueve años, era delgado y alto, de pelo castaño y con un rostro poblado de barros. Luego de preguntarse mutuamente las cosas de rutina, el muchacho le avisó que el sábado siguiente habría una reunión de jóvenes y que si quería podía invitar a algún amigo. Damián le respondió afirmativamente. Tras esto el muchacho le dijo: “Vayamos para allá, donde están los chicos”. Damián apuró de un sorbo lo que le quedaba de café, engulló de un solo bocado el pedazo de tarta que aún tenía en su mano y lo siguió.

Se trataba de cinco jóvenes de entre dieciocho y veinticinco años; tres mujeres y dos varones. Damián y el otro muchacho se incorporaron al grupo tras saludarse. Se unieron a la charla sin dificultad. El tema central era la reunión del siguiente sábado; sin embargo, eso no implicaba que no se hablara de otras cosas. Cuestiones de estudio, de familia, algún que otro chiste inocente, alimentaban los asentimientos y sonrisas. Damián no hablaba mucho, pero hacía de tanto en tanto algún que otro comentario. Sonreía casi todo el tiempo, incluso, por momentos, lanzaba una tímida carcajada. Su atención recaía principalmente sobre una de las jóvenes. Se llamaba Florencia, tenía diecinueve años, y, si bien no poseía una gran belleza, toda su persona inspiraba una calidez indecible. La atención de ella también recaía sobre él. Sus miradas se entrecruzaban y Damián se daba cuenta de ello. En un momento el pastor fue a saludarlos y les recordó que dentro de un mes había bautismo. Damián le dijo que lo sabía muy bien ya que ese día él sería uno de los que se bautizaría.

El tiempo fue pasando y la gente comenzaba a marcharse. Damían se percató que ya era algo tarde y que al día siguiente debía levantarse temprano para ir a trabajar. Se despidió de los otros jóvenes entre abrazos y bendiciones. Quedaron que durante la semana se llamarían o escribirían.

Salió del recinto y comenzó a caminar hacia la parada del colectivo. Las calles estaban desiertas. Las estrellas brillaban pálidamente sobre un cielo silencioso. A medida que marchaba los murmullos de la iglesia iban volviéndose más ininteligibles. Las casas bajas desfilaban a sus costados y las ventanas de todas ellas estaban cerradas. Algunos perros ladraban al oír su paso.

Damián se dio cuenta, entonces, que la noche era muy fría.

El quiasmo


Maximiliano Basilio Cladakis

- ¡Estos tipos son unos hijos de puta!

Las palabras de Diego resonaron como un trueno en medio de ese bar de la calle San Lorenzo. Varios de los demás clientes lo miraron de soslayo. Se notaba que la frase no les había resultado simpática. Sin embargo Diego no parecía percatarse de ello; toda su atención recaía sobre el corte de ruta que mostraba una televisión ubicada a unos dos metros del suelo, en una de las esquinas del negocio.

- ¡Estos tipos son unos hijos de puta!- repitió una vez más.

- Calmate un poco y tomate el café. Se te va a enfriar- le dijo Pablo riéndose del ataque de visceralidad del otro muchacho- No te pongas tan nervioso.

- ¿Qué me calme? ¿Que no me ponga nervioso?- preguntó Diego alarmado- Estos tipos…

- Si, ya sé…son unos hijos de puta- le interrumpió Pablo divertido.

Diego refunfuñó y encendió un cigarrillo. Las cámaras de televisión dejaron de mostrar la protesta que hacía ya varias semanas estaba paralizando a la Argentina. La atención de los televidentes ahora se centraría en los resultados de la última fecha del torneo local de fútbol.

- Es indignante- comenzó a decir Diego , pero ya no en un tono efusivo sino más bien reflexivo- Cuando un pobre “corta” dos horas la calle para pedir trabajo es un “piquetero”, alguien que no respeta el “derecho” de “libre transito” de los demás, alguien que está cometiendo un “delito”… pero, en cambio, cuando los propietarios, los “dueños” de la tierra, los ricos, “cortan” una ruta nacional durante dos meses extorsionando al Estado con la amenaza de desabastecer al país si sigue con la intención de aumentar las retenciones a la exportación…se trata de “ciudadanos manifestándose”.

Apuró un trago de café y continuo:

- Los medios de comunicación… muestran a estos tipos como el “campo” y la gente lo asocia con algo popular…Pero son tipos de guita, de mucha guita…

- Puede ser que sean de guita- dijo Pablo- sin embargo los comprendo… si yo estuviera en su lugar tampoco me gustaría que me metan la mano en el bolsillo de esa manera…

Diego sonrió.

- No sé porqué pero me imaginaba que ibas a estar con el llamado, mal llamado obviamente, “campo”…

- Yo no estoy con nadie… sólo digo lo que me parece… la política no me interesa.

Diego alzó las cejas extrañado.

- Aristóteles decía…

- Sé muy bien lo que decía Aristóteles- dijo Pablo sin dejar terminar de hablar a su compañero, cortando ya la charla, dejando atrás las sonrisas y los chistes- Pero ahora tenemos que hablar de Filosofía Moderna, no de Filosofía Antigua. El examen es pasado mañana ¿te acordas?- y antes de acabar de decir estas palabras se dispuso a mirar unas fotocopias que estaban sobre la mesa.

- Sí, tenés razón- respondió Diego volviéndose hacia otro grupo de fotocopias a pesar suyo, con más ganas de proseguir con la discusión sobre política nacional que de estudiar para el examen.

Sobre la mesa, junto a las dos tazas de café y el cenicero, los nombres de Descartes, Hume, Spinoza, Kant y Hegel desfilaban entre incontables hojas. Se trataban casi enteramente de fotocopias pero había entre ellas tres libros propiamente dichos: las Meditaciones metafísicas, el Tratado teológico-político y la Fenomenología del Espíritu. Todo eso era el material de cátedra completo de Historia de la filosofía moderna, el cual entraría en el examen del miércoles. Ambos muchachos hurgaban entre los papeles, mascullando por momentos algunas reflexiones en voz baja, subrayando unas oraciones, realizando anotaciones a los costados de los textos. Tanto el uno como el otro estaban absolutamente compenetrados en su tarea, ensimismados en aquella lectura compleja, vertiginosa, abismal. Sin embargo la manera en que lo hacían difería con notoriedad. Mientras Pablo mantenía el ceño fruncido y sólo de tanto en tanto hacía un leve movimiento de labios, Diego gesticulaba, lanzaba sonrisas repletas de ironía como si estuviera burlándose de algunas cosas que leía, y, por sobre todo, fumaba un cigarrillo tras otro.

Al cabo de media hora, Pablo levantó la cabeza y se volvió a dirigir a su compañero.

- Bueno, si hay algo que me queda claro es que Descartes es el padre de la modernidad y que su pensamiento atraviesa la obra de todos los pensadores posteriores a él. El cógito cartesiano funda a la modernidad.

- Sí, es verdad. Por suerte luego llegó Hegel- respondió Diego a la vez que encendía un nuevo cigarrillo.

Pablo se quedo mirándolo con un gesto de asombro e incomprensión.

- No me mires así, lo que digo es cierto. Las Meditaciones metafísicas y el Discurso del método son muy claros; Descartes, sentado frente a la estufa, inicia su monólogo intelectual buscando una certeza irrefutable. Se “da cuenta” entonces que puede dudar de todo, salvo de que está dudando, si está dudando esta pensando, por lo tanto llega a la conclusión de que existe. Cógito ergo sum. Esa es la sentencia máxima de la modernidad. A partir de ella aparece la idea de un sujeto universal, absoluto, puramente racional. Ni Kant, ni Leibnitz, ni Spinoza pueden escapar de ella. Hubo que esperar hasta Hegel. Por supuesto luego vinieron Marx y, más tarde, Sartre, pero es Hegel el que les abrió la puerta.

Pablo quedó en silencio unos segundos mirando fijamente a Diego hasta que finalmente preguntó:

- Y… decime… ¿Por qué habría que escapar del cógito cartesiano? ¿Es alguna especie de monstruo?

Diego entrecerró los ojos.

- No sé si llamarlo “monstruo”; de lo que sí estoy seguro es que no se trata de otra cosa que de la sublimación filosófica de la burguesía. Un individuo aislado, que existe “por sí mismo”, independiente de todo, acabado, completo. Es en esa concepción del sujeto en la que se va a basar toda la política y toda la economía burguesas; es el fundamento metafísico del individualismo liberal.

- Bueno- Pablo sonrió maliciosamente- Así que Descartes era un solamente un propagandista del capitalismo… ¡Qué bárbaro!... ¿Te lo enseñaron en el Partido?

- No, ya que no estoy en ningún “Partido”- respondió en tono seco- Pero lo que digo es cierto, Hegel lo demuestra muy bien en la dialéctica del amo y del esclavo. El sujeto surge de la lucha por el reconocimiento, como luego dirá Marx, la primera conciencia es la “conciencia social” ya que no puede haber un “yo” sin un “tú”. La conciencia es, pues, punto de llegada, no de partida.

- Así y todo, creo que el argumento de Descartes es lógica y metafísicamente perfecto - replicó Pablo.

Diego lanzó una bocanada de humo y sonrió.

- “Lógica” y “metafísicamente” se puede afirmar que los centauros existen y que son muy bellos, pero eso no implica que en verdad existan… ¿o te parece que sí existen?

- Descartes no habla de centauros- proclamó Pablo, algo fastidiado- ¿Acaso no existe el “yo”? ¿Dudás de tu propia existencia? En el caso que así fuera te recomendaría que vayas a ver a un psiquiatra.

- Es obvio que yo existo, pero Descartes cuando se pregunta “qué soy”, da como respuesta: “una cosa pensante”. Eso es lo que no existe, la mera “cosa pensante” que existe “por sí misma”. “Yo” existo, por supuesto, pero en tanto haya otro que me reconozca, que me defina. Sartre pensaba que sin la mirada del otro no soy nada, y tenía razón. Hegel y Marx estarían absolutamente de acuerdo con él.

Pablo se echó a reír.

- ¿O sea que yo no existiría si vos no me estuvieras mirando?

- Algo así. No hay ningún Pablo Luciano Oronel aislado del mundo, no hay algo así como una “cosa pensante” que sea Pablo Luciano Oronel. Pablo Luciano Oronel, esta todo “ahí”, frente a mí, constituido por su manera de relacionarse con los otros, con el mundo. Pablo Luciano Oronel es un estudiante de filosofía, con dos hermanos, cuyo padre es abogado y cuya madre se dedica a los negocios inmobiliarios, que se preocupa por aprobar el examen de Filosofía Moderna y que dice que la política no le interesa pero que en su supuesta “apoliticidad” está del lado del “campo”, lo que en este contexto es estar del lado del poderoso; Pablo Luciano Oronel hace, por tanto, política desde el lado del “amo”.

- ¡Yo no hago “política” ni me interesa hacerlo! Te lo acabo de decir- Le respondió Pablo, ofuscado, levantando la voz por primera vez en lo que iba de la tarde- Yo, Pablo Luciano Oronel, no estoy ni con el “campo”, ni con el “gobierno”, ni con la izquierda ni con la derecha, yo pienso por mí mismo y digo lo que a mí me parece. Te queda a vos entenderlo o no. Pero yo soy yo, y vos no sabés mejor que yo lo que yo soy. Antes de analizarme a mí, porqué no te analizas a vos mismo. Los zurdos siempre hacen lo mismo.

Diego se quedó unos segundos en silencio, observando detenidamente al otro muchacho. Pablo estaba colorado y su mirada ya no era la tranquila mirada habitual; incluso las manos parecían temblarle. Él también miraba a los ojos a Diego y lo hacía de manera desafiante, combativa.

Diego bajó la vista y mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero dijo:

- Si vos sos vos, si tu ser no depende de ¿Por qué te enojás tanto?¿Por qué necesitás justificarte ante mí?

Pablo se levantó de la silla.

- Voy al baño.

Revelación


Maximiliano Basilio Cladakis

Voces ancestrales
conjugadas en un silencio,
diáfano y difuso,
resuenan en la noche.
Noche perpetua del tiempo
que devela el Llamado.

Entre lo sagrado y eterno
el Fuego acomete su danza.
Ante su paso
se oye lo inaudible
y lo inefable se deja apresar,
muere el dios
renaciendo la Verdad.

Sueño y Vigilia:
Dionisio y Apolo
unidos en arcana procesión.

Buenos Aires


Maximiliano Basilio Cladakis

Andrés abrió la puerta y entró al bar. Se quitó los lentes de sol; debajo de sus ojos asomaban unas ojeras frutos de una noche alocada, de pequeños excesos. Se pasó una mano por el rostro aún joven para luego mirar a su alrededor en busca de una mesa libre. Había mucha gente, sin embargo le pareció encontrar una en un rincón, pegada a la pared interior, justo frente a una de las cuatro televisiones que poseía el local.

Se dirigió hacia ella pero cuando estaba corriendo la silla para sentarse, una joven bastante atractiva se le acercó. En un tono entre cordial e inquisitivo le preguntó si había hecho alguna reserva. Ante la negativa de él, le explicó que esa mesa poseía una. Le señaló otra aclarándole que era la única que le quedaba. Estaba ubicada en el centro del bar, sólo para dos personas, alejada igualmente de todas las pantallas.

Andrés asintió de mala gana. Fue hasta allí acompañado por la joven, se quitó la campera acomodándola en el respaldo de la silla y se sentó. La mesera le preguntó, en el mismo tono de antes, si necesitaba algo, a lo que él respondió pidiéndole una cerveza. Al marcharse la muchacha, Andrés sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón un paquete de Gitanes. Encendió un cigarrillo y dejó el atado sobre la mesa.

Mientras pitaba echó un vistazo general al bar. Lo primero que llamo su atención fue la cantidad de familias que había, una cantidad mayor que la mayoría de las otras veces. Varias mesas eran ocupadas por matrimonios con sus respectivos hijos. Casi todos los niños llevaban camisetas con los colores del equipo por el cual alentaban, y, si no, al menos una insignia o pulsera con ellos. Había también hombres muy mayores, solos, que fumaban cigarrillos negros mientras bebían vino tinto. Andrés notó la manera en que en sus ojos no se leía la menor expectativa como si supieran que el espectáculo que presenciarían no era más que una sombra de los que vivieron cuarenta años atrás. En algunos rincones, grupos de jóvenes reían y hablaban en forma algo estridente; sin embargo, a él le eran totalmente indiferentes.

La mesera regresó con la botella de cerveza. La dejó sobre la mesa y la destapó. Andrés le dio las gracias sonriendo. Se llenó un vaso cuidando de que no se formase espuma. A los dos tragos, comenzó a sonarle el celular. Atendió, no sin antes dejar de observar por el visor del aparato quien era el que lo llamaba.

Saludó a Fernando, le contó que recién había llegado y que afortunadamente consiguió una mesa. Su amigo le dijo que estaba en camino pero que llegaría más tarde de lo convenido ya que había tenido un inconveniente con su hijo menor, el pequeño Esteban. Andrés le dijo que no había problema, que lo esperaría. Se hicieron unas bromas sobre los posibles resultados del partido; luego cortaron.

Tras esto se volteó hacía la televisión que se hallaba a su izquierda. Al igual que las demás pantallas, esta mostraba a un grupo de porristas agitando los colores del equipo local. Saltaban, gritaban, casi bailaban sobre el campo del estadio, vestidas con unos “shorts” y unos “tops” que dejaban entrever gran parte de sus encantos.

Por unos momentos se dibujo en sus labios una sonrisa melancólica. Recordó que cuando eran chicos, él y su amigo, no podían pasar un día sin verse mientras que ahora se veían un domingo por semestre, en ese bar o en otro que a ambos les quedara a mitad de camino.

Cadalso


Maximiliano Basilio Cladakis

Espejismos
que en medio de la noche
celebran la gloria
de un pretérito tiempo
tan colmado de dones.
La gracia infinita
recae por encima de mí
como un manantial,
como una lúgubre espada.

Mis manos,
girando en torno a la cruz,
logran aferrarse,
redimirse entre sueños,
mientras el ángel,
que cae y cae,
me enseña la verdad:
incienso y muérdago,
rosas y sangre.

Así el viento,
que porta fúnebre pompa,
bajo la huella del pecado
entona su canción.
Muero al oírla
a la vez que imagino
que me elevo a Valhalla
o me hundo en el Hades.

Coronas de espinas,
finalmente,
se posarán sobre mis sienes,
desangrando el triunfo
corrompiendo la agonía.
Y un ánima errante
danzará obre el trébol
cuyas cuatro hojas
suplicantes se marchitan.